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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La UE no puede estar a medio gas

Cuando Moscú cierra el grifo, un escalofrío de impotencia recorre gran parte de Europa, desde Berlín a Sofía, desde Varsovia a Roma. Este año, como 2006, ha arrancado con un conflicto entre Rusia y Ucrania por el precio del gas. Un embrollo, plagado de acusaciones mutuas, que resalta una vez más la dependencia energética de la UE, la voluntad del Kremlin de utilizar sus recursos energéticos como arma política y también la escasa fiabilidad de los países intermedios que atraviesan las redes de suministro.

Bruselas insiste en que se trata de un problema comercial entre la gasística rusa Gazprom y la ucraniana Naftogaz. Sin duda, hay una diferencia entre los 250 dólares por mil metros cúbicos que Moscú quiere cobrar y los 200 dólares que Kiev considera razonables. Pero la UE se equivoca del todo al minimizar las consecuencias geoestratégicas de ese presunto regateo.

Un rifirrafe comercial entre clientes y proveedores de la envergadura de Rusia y Ucrania no se resuelve cerrando el grifo. Mucho menos, cuando la decisión perjudica de rebote a los mejores clientes del proveedor, es decir, a la UE. Pero si quedara alguna duda sobre el trasfondo político del corte, basta saber que la última palabra no la tuvo el presidente de Gazprom, sino Vladimir Putin, el todopoderoso ex presidente y actual primer ministro ruso. En su etapa de presidente, Putin ya hizo un triste alarde de sus artimañas para utilizar los monopolios energéticos como arietes de su política exterior. La estrategia reaparece ahora que el Gobierno proeuropeo de Victor Yuschenko se tambalea en Kiev, desestabilizado además por la crisis económica.

La Comisión Europea y la euroescéptica presidencia checa de la UE han orquestado una tímida respuesta frente al desafío del Kremlin. Y la UE vuelve a mostrarse desunida en una política tan trascendental como la energética, mientras el precio del petróleo empieza a subir. Los socios comunitarios no parecen dispuestos a ir más allá de pedir a Moscú y a Kiev que restablezcan inmediatamente el suministro y que cumplan las condiciones de sus contratos.

Cabe imaginar los motivos de esa aparente desunión: algunos, como Francia, Alemania o Italia, mantienen una privilegiada relación con el grupo ruso; no todos los socios de la UE dependen en igual medida del gasoducto de Gazprom, y muchos, entre ellos España, pueden tener interés en atraer la inversión de energéticas rusas, como se ha visto en los tanteos de Lukoil.

Más allá de intereses nacionales o coyunturales, la UE debe hacer valer ante Moscú su condición de principal cliente y excelente pagador. Y exigir a Rusia que resuelva de una vez sus relaciones energéticas con las antiguas repúblicas de la Unión Soviética, como Ucrania o Bielorrusia, con un acuerdo a largo plazo que garantice el suministro a los destinatarios europeos. Es un error tolerar sin más que el Kremlin deje a Europa a medio gas cada vez que se le antoje. Y los países que, como España, están hoy a salvo de esa amenaza, no pueden olvidar que Argelia, su principal suministrador, se va a sumar sin duda a la OPEP del gas que acaba de lanzar Moscú. Quizá Bruselas piense que ese movimiento también es una decisión sólo comercial. Pero de nuevo su impulso viene directamente de Putin, no del departamento comercial de Gazprom.

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