En la cumbre, al borde del precipicio

Nuño Rodrigo

Es mejor no depositar demasiadas expectativas en la reunión del G-20 que se celebrará mañana en Estados Unidos. Eso deja menos margen a la decepción. No se puede esperar demasiado de un encuentro de duración programada de tres horas, lo que supone que cada país tiene menos de 15 minutos para intervenir. Y no está el nuevo presidente de EE UU.

En el mejor de los casos, los asistentes podrán llegar a un acuerdo de principios para empezar a trabajar en determinados mecanismos que diferencien un poco más los mercados financieros de un casino. Y, si es posible, que dicha diferencia no se limite a que en los mercados se puede jugar con fichas que no se tienen. Un calendario o una serie de grupos de trabajo serían un buen balance. Un compromiso firme y un sistema de coordinación de políticas vinculadas con la crisis financiera sería excelente.

Medidas demasiado concretas pueden correr el riesgo de ir mal encaminadas, no porque los líderes del mundo sean especialmente torpes, sino porque es extraño que en tres horas se llegue a acuerdos sobre un tema que aún está envuelto en una niebla oscura y densa. Todavía están por diagnosticar correctamente y en toda su magnitud los problemas iniciales, y cada semana surgen nuevas variantes de riesgo de colapso financiero.

Es criticable la decisión de Estados Unidos de dar la vuelta como un calcetín al plan Paulson. Pero no había forma de saber, el día que se presentaron los tres folios iniciales, qué depararía el futuro. El plan estaba equivocado de cabo a rabo, y economistas como Paul Krugman lo denunciaron en su momento. Pero infinitamente más grave fue no hacer nada cuando cayó Lehman.

Los Gobiernos deben tomar medidas para paliar la situación a corto plazo, y aunque deban hacerlo de forma coordinada, no deben precipitarse. Y deben empezar a pensar cómo evitar que la situación se repita. Ni más, ni menos.