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Columna
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Avión, tortura moderna

Se ha escrito y teorizado con profusión sobre cómo la creciente calidad en la prestación de los servicios constituye una característica propia de las sociedades avanzadas. Así, conforme los países alcanzan estadios superiores en su nivel de progreso, varias circunstancias confluyen para que el nivel de los servicios recibidos por sus nacionales progrese paulatinamente. Entre otras, la mayor exigencia de los ciudadanos, la disposición de más y mejores medios técnicos, o el desarrollo de las instituciones y órganos reguladores.

Sin embargo, para mantener la validez del aforismo popular no hay regla sin excepción, nos encontramos con el viaje en avión. En efecto, al aproximarse la diáspora canicular, los usuarios del transporte aéreo volverán a enfrentarse al peor de los servicios posibles. Sin duda, el desplazamiento en avión -especialmente si se trata de un vuelo intercontinental- constituye la última de las torturas conocidas y consentidas por las autoridades y por la sociedad.

De una parte, la carrera ilimitada de los operadores del sector por el abaratamiento de los costes ha provocado un progresivo envilecimiento de las condiciones de los vuelos hasta hacerlas claramente insoportables. Además de viajar un número prolongado de horas auténticamente encajonado en un sillón pequeño e incómodo, el usuario ha de utilizar unos lavabos que desde el ecuador del vuelo no soportarían una mínima inspección sanitaria, e ingerir una comida cuya calidad es notoriamente inferior a la utilizada en tierra para la mayoría de las mascotas domésticas.

La carrera de los operadores aéreos por abaratar costes ha provocado un progresivo envilecimiento de las condiciones de los vuelos

De otra, la organización del tráfico aéreo por parte de los operadores y autoridades del sector constituye un verdadero monumento al despropósito. Así es, en la hora en la que nuestras sociedades prácticamente han logrado erradicar las molestas, tercermundistas y atávicas colas en la utilización de los servicios, el usuario del avión que se disponga a viajar a otro continente debe soportar un auténtico vía crucis en el que ha de ir superando un sinfín de sucesivas colas por los motivos más diversos.

Veamos. En su punto de origen, el viajero se enfrenta a una primera cola para facturar; sufre una posterior para el control del equipaje de mano; una tercera para pasar el control de policía, y una última para embarcar. Tras la tortura del viaje -en las condiciones ya referidas-, le esperan un número aún mayor de colas: la primera para desembarcar; de nuevo el control de policía; otra vez el correspondiente al equipaje de mano; posteriormente la inspección de aduanas; a continuación la recogida de maletas, y finalmente, la última cola para acceder a un taxi.

No se trata de cuestionar la necesidad o conveniencia de todos y cada uno de los trámites y controles referidos, pero sí de realizar una enmienda a la totalidad referida a la logística empleada para su aplicación.

Hace ya tiempo que la ciencia económica -fundamentalmente la Estadística- abordó el estudio de las aglomeraciones a través de la denominada teoría de colas o teoría de la congestión. De acuerdo a sus fundamentos científicos, las largas y penosas colas que han de soportarse en diversos puntos de los aeropuertos no pueden justificarse en base a un posible carácter errático o impredecible de la demanda del servicio, toda vez que el número de vuelos y la ocupación de los mismos son parámetros conocidos con suficiente antelación. En consecuencia, las aglomeraciones sufridas son claramente achacables a las insuficiencias en la oferta del servicio -medios y organización-. Es en este punto en el que los responsables organizativos del proceso -operadores del sector y autoridades aeroportuarias- resultan directamente culpables del caos soportado por los usuarios.

Parece lógico considerar que un estudio técnico en profundidad -tan complejo como grave es el problema- que incluyese el número de usuarios por días y horas en cada trámite del proceso; el tiempo consumido por usuario en cada trámite; la curva de rendimientos de los operarios; las opciones de agrupación de trámites; y utilizase las fórmulas de la distribución de Poisson -previstas para sucesos de frecuencia no regular- permitiría redimensionar los medios utilizados y reordenar adecuadamente el proceso, logrando racionalizar y mejorar la prestación del servicio.

Sin embargo, la ineficacia y pasividad de operadores y autoridades resulta protegida por dos circunstancias. En primer término, por la ausencia de alternativas de medios de transporte para los viajes de largo recorrido -en todo caso, los intercontinentales- determina que sólo se pueda realizar dichos viajes en avión, fueran cuales fuesen las condiciones en las que deban realizarse, tanto el viaje como el conjunto de trámites y controles accesorios. En segundo lugar, por la incomprensible inacción de las diversas organizaciones y asociaciones de consumidores que, siendo tan activos y por lo general eficaces en tantas materias, resultan prácticamente mudos en la cuestión analizada.

Ignacio Ruiz-Jarabo Colomer. Ex presidente de la SEPI y presidente de PAP Tecnos y de EDG-Escuela de Negocios

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