Consolidar tres décadas de convergencia económica
El año 1978, el del alumbramiento de este diario, será recordado por el retorno pleno de la democracia a España, en la forma de la vigente Constitución. En materia económica, los difícilmente gestados Pactos de La Moncloa, firmados el año anterior, apenas habían comenzado a contener la explosiva situación que había hecho crisis en 1977. Entonces, en apenas 12 meses, el precio del petróleo se había multiplicado por ocho. El desequilibrio externo sangraba las reservas en unos 100 millones de dólares diarios.
La inflación cerraba el año en el 28%, tras alcanzar un 47% a mitad de ejercicio. El desempleo, en fuerte crecimiento, se situaría cerca del millón de personas, en su inmensa mayoría sin cobertura. Y el gasto público iniciaba su galopada, que habría de instalar a la economía española en el déficit presupuestario durante todo el cuarto de siglo posterior.
Cualquier comparación que se haga con la situación actual, pese a los desequilibrios existentes, no puede sino tener como telón de fondo una economía moderna, cuya renta per cápita ha superado el promedio comunitario (en 1977 sólo representaba alrededor del 45%) y que ha incardinado su presente y su futuro en la Unión Monetaria. Esta realidad incontestable es fruto de decisiones y políticas tan difíciles como acertadas, que arrancan con los Pactos de La Moncloa, continúan con la apertura exterior y la liberalización económica que acompañan al ingreso en la CEE, y se coronan en el compromiso irreversible con los principios y las obligaciones derivados del Tratado de Maastricht.
Ese compromiso ha sido exigente, como atestiguan las políticas macroeconómicas aplicadas desde mitad de los noventa. Sin un fuerte liderazgo político no serían comprensibles ni la ejemplar consolidación presupuestaria ni la concesión de independencia al Banco de España ni otras reformas cuyos beneficios disfrutan los ciudadanos. Y sigue siendo exigente hoy, diez años después de pasar a formar parte de la eurozona, y quizás de forma más apremiante, ante la evidencia de una acusada desaceleración del crecimiento y el empleo.
Mantener este empeño de convergencia real a medio plazo pasa por identificar y poner en marcha las políticas para atajar las causas que se reflejan en el que quizá sea el principal indicador de los desequilibrios de la economía española: la inflación diferencial acumulada con respecto a los socios europeos desde 1999. Vivir y prosperar en el euro significa, primero, aceptar que la estabilidad de precios es condición necesaria para crecer de modo sostenido, y segundo, incorporar este principio de modo inequívoco a las políticas económicas.
Por ello, la continuada pérdida de competitividad real que revela la inflación española, sistemáticamente superior al promedio de la eurozona, no puede valorarse a la ligera, como en ocasiones irresponsablemente se hace, con el argumento de que es algo aceptable dada la especialización española en servicios no comerciables, pues tiene un triple origen. Primero, la pervivencia de un fuerte poder de fijación de precios en sectores relativamente protegidos de la competencia (por ejemplo, energía, comercio y telecomunicaciones). Segundo, una evolución salarial desligada de la productividad, y más explicable por mecanismos de indiciación hoy ya inexistentes en la mayoría de las economías de la eurozona. Y tercero, un crecimiento de la productividad de los más modestos de Europa. Este reducido dinamismo de la producción por ocupado es, en parte, consecuencia de factores como las limitaciones de los sistemas educativo, de formación y de I+D+i, así como de otras rigideces que detalla el Programa Nacional de Reformas del Gobierno de acuerdo con la Agenda de Lisboa, que limitan la mejor utilización de la mano de obra potencial, la movilidad de los factores de producción y la respuesta flexible de los mercados. Y en parte también del patrón de especialización en servicios y en construcción residencial, sector que ya ha iniciado un proceso de drástica desaceleración de la actividad y de reajuste de precios, para adecuarse a los fundamentos económicos y demográficos de la economía española.
Las fórmulas para afrontar el reto de hacer sostenible la convergencia real, más allá del corto plazo, son bien conocidas. Tan poco innovadoras como difíciles de poner en práctica sin una decidida inversión de capital político, pues deberán aplicarse en un contexto de desaceleración y de reapreciación del riesgo financiero, que se hacen ya sentir en los balances de familias y empresas. Primera, acometer y profundizar en las reformas que flexibilicen y hagan más competitivos los mercados de bienes y servicios, de trabajo y de capital. Segunda, dinamizar los sistemas educativos, de formación y de innovación, aun cuando sus efectos sólo se sientan a medio y largo plazos. Y tercera, afianzar la estabilidad presupuestaria, uno de los grandes éxitos de la economía española del pasado decenio, manteniéndola a salvo de los embates del cambio de ciclo económico. Sobre estos pilares, a tres décadas de convergencia exitosa pueden seguir muchas más, marcadas por el aumento sostenido del nivel de vida y de bienestar de los ciudadanos españoles.
José Manuel González Páramo. Miembro del Comité Ejecutivo y del Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo