Cómo repartir una tarta entre comensales glotones
El reparto eficiente del superávit, la vigilancia de la Ley de Estabilidad y la atención a la inversión productiva deben ser las prioridades
Un viejo proverbio dice que siempre es mejor administrar la abundancia que la miseria. La próxima legislatura tendrá un poco de cada cosa en el terreno presupuestario a juzgar por los últimos datos. La abundancia la da el gran colchón presupuestario (23.000 millones de superávit fiscal) que las administraciones han logrado a través del control fiscal de los últimos años. Pero la miseria, si es que se puede llamar así, proviene de la desaceleración económica que amenaza con llevarse buena parte de los ingresos tributarios acumulados en los últimos años.
Ante esta situación, el nuevo Gobierno que surja tras del 9-M tiene ante sí la difícil tarea de administrar unos recursos que van a ser más escasos. Las recetas son tan sencillas como difíciles de aplicar si tras las urnas surge un Ejecutivo débil, necesitado de pactos parlamentarios. Las recetas pasan por establecer prioridades de gasto social que beneficien al conjunto de los contribuyentes, no dejar de lado nunca la inversión productiva, y presupuestar siempre con prudencia ya que cualquier coyuntura económica, por difícil que sea es susceptible de empeorar.
Crisis o desaceleración
Ante un entorno de mayor incertidumbre, se multiplican las voces glotonas de quienes desean cuanto antes un reparto de la tarta (superávit) para sortear una supuesta crisis que, por ahora, sólo es desaceleración. De la eficiencia en ese reparto depende el margen del Ejecutivo para poder aplicar el resto de políticas económicas. Un ejemplo serán los gobiernos regionales, con ingresos por vivienda a la baja y necesitados de una reforma de financiación desde hace años. Todos ellos presionarán para que el Estado adelgace aún más. A ellos habrá que ofrecerles mayor capacidad de gestión en los tributos, pero sin cheques en blanco.
Otro ejemplo lo constituye el sector inmobiliario. El nuevo Gobierno no debería intervenir como tabla de salvación en el sector como tampoco lo hizo cuando los empresarios del mismo ganaban dinero a mansalva. El ajuste debe producirse de forma interna. Aportar fondos públicos daría argumentos a cualquiera para pedir dinero al Estado cuando pierda dinero en sus actividades privadas. Y el Estado no está para eso.
La contención de la deuda pública debe ser otra de las prioridades de las finanzas públicas. Cierto que será difícil seguir reduciendo el ratio de deuda en términos de PIB cuando se necesiten recursos para sostener el gasto social, pero hay que tener en cuenta que cuanto menor sea el servicio de la deuda mayor margen de maniobra tendrá el Gobierno en ejercicios futuros para cobertura de desempleo.
Por otro lado, las reformas fiscales, anunciadas por los partidos mayoritarios, no deben perder de vista su suficiencia financiera. La historia reciente demuestra que se puede incrementar la recaudación rebajando impuestos en un entorno de crecimiento pero no garantiza que esa recaudación no vaya a caer en época de desaceleración.
La aplicación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria será otra batalla. Su reforma realizada hace tres años cuenta con la posibilidad de dar margen a las comunidades para que incurran en déficit. El problema estriba en si algunas de ellas son tratadas de forma desigual por enfrentamientos políticos con Madrid.
Por último, la inversión productiva (I+D+i, infraestructuras y nuevas tecnologías) debe ser una de las últimas partidas a recortar en caso de restricción presupuestaria. Son las que garantizan crecimientos futuros de la productividad y que el pastel vuelva a crecer cuando la coyuntura repunte.