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Columna
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Cambios en la demanda y el crecimiento

En las últimas semanas, la sociedad española ha asistido, un tanto sorprendida todo hay que decirlo, a un apasionado debate sobre la situación coyuntural de nuestra economía. Sus posiciones extremas oscilan desde los que contemplan el cambio de ciclo en la construcción residencial como el final de la etapa de expansión iniciada hace ya más de 13 años a los que postulan que se trata de un ajuste suave, que no va a alterar nuestro futuro económico. Lógicamente, dadas las fechas en las que nos encontramos, los argumentos están mediatizados por una inevitable contaminación electoral. Por ello, quizás convenga un análisis más sosegado de las modificaciones que están teniendo lugar en una perspectiva algo más dilatada que la de los últimos meses.

Comenzando por este segundo aspecto, conviene ahora recordar lo que sucedió a principios de la década, tras el estallido de la burbuja bursátil de las puntocom. El PIB español experimentó entonces una súbita moderación en su avance, desde las intensas tasas del 5,3% y del 5,0% de 1999/2000 al mucho más contenido aumento, del 2,8%, de 2002, una notable moderación que, en ningún caso, fue interpretada como indicativa de crisis severa. Conviene pues, en primer lugar, quitarse de la cabeza la impresión de que la reducción en el crecimiento que estamos experimentando es un fenómeno inédito de los últimos años.

En segundo término, el cambio en los elementos impulsores del aumento del PIB que muestra la actual situación es, probablemente, más importante que las comparaciones históricas. En este contexto, es preciso también recordar que, en los últimos años, ha existido un consenso unánime respecto de la inviabilidad, en el medio plazo, de un modelo de expansión basado en tasas excesivas de crecimiento del consumo privado y de la inversión residencial.

Y, desde estas mismas páginas, se ha advertido de los indeseables efectos indirectos (precios y déficit exterior) de un proceso de avances de la demanda interna superior al del PIB (una media del 4,3% y del 3,3%, respectivamente, para el periodo 2002-2006). En todo caso, la exigencia de una reestructuración de los elementos que, desde la demanda, impulsan el crecimiento en el corto plazo, ha sido una constante de los últimos ejercicios. Y en el gremio de los economistas, el acuerdo sobre la necesidad de un modelo más fundamentado en la inversión productiva (en construcción o en bienes de equipo) y en las exportaciones ha sido absoluto. Un modelo que ampliara más la capacidad productiva del país y sentara unas sólidas bases para futuras expansiones.

En este contexto, si algo hubiera que criticar de la actuación de la política económica estos últimos años ha sido su excesiva prudencia a la hora de contener el gasto agregado. Probablemente esos desequilibrios en precios y en financiación externa hubieran sido menores con superávits públicos más elevados, o con medidas fiscales que hubieran desincentivado, siquiera fuera parcialmente, la adquisición de viviendas.

Por ello, no deja de sorprender que, a medida que ese ajuste tiene lugar, aparezca una creciente preocupación por sus implicaciones en el aumento de la actividad agregada y el crecimiento del empleo en el corto plazo. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Dadas las distintas ponderaciones en el PIB de los distintos elementos de la demanda, la sustitución parcial del gasto privado en consumo (que aportó más del 60% del PIB en términos constantes en 2006) y en inversión residencial (con cerca del 8%-9%), por la inversión productiva (8,5% en 2006) y las exportaciones (un 29,5% del PIB de 2006), tenía que comportar, necesariamente, una reducción de la tasa agregada de expansión del PIB.

Como en la cocina, en economía tampoco se puede hacer una tortilla sin romper huevos: si queremos un crecimiento más equilibrado del PIB, más sostenible en el medio plazo, debemos empezar por aceptar tasas de avance más contenidas. Y, por tanto, no se puede denunciar el exceso de gasto del país y, simultáneamente, escandalizarse por el menor aumento del PIB y del empleo. Así, menor expansión de la actividad y reestructuración de los factores que la impulsan son aspectos directamente relacionados, dos caras del mismo proceso, de forma que no se puede desear lo uno sin lo otro.

En definitiva, el proceso que se inició a finales de 2006, con la pérdida de empuje de la construcción residencial y la progresiva disminución en el intenso ritmo del consumo privado (tasas del 4,2% en 2004 y 2005 y del 3,8% en 2006) es el que conviene a la economía española. El país está efectuando el ajuste que necesitaba, y las inquietudes que genera en el corto plazo no deberían ocultarnos las importante transformaciones en curso.

Otra cosa, totalmente distinta, es si el momento internacional en el que tienen lugar esos cambios es el más adecuado. Y es cierto que la crisis financiera, y la de los precios de las primeras materias, dibuja un panorama que no facilita el proceso de sustitución de la construcción residencial y los excesos del consumo por otros elementos de demanda más sostenibles. Pero esto es harina de otro costal, que dificulta el reajuste pero no invalida su necesidad. Moderación en el crecimiento, cierto. Pero, mucho más importante, reconducción del mismo hacia bases más sólidas. Esperemos que la crisis internacional no frene, en exceso, el proceso en marcha. Nos conviene a todos.

Josep Oliver Alonso, Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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