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Columna
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Los incendios de Carlos

Carlos Llamas llegó a merecer el sobrenombre de Carlitos incendios. Pero nuestro Carlos jamás tuvo aficiones de pirómano, nunca quiso inflar el perro, se atuvo a los datos de la información, los buscó con ahínco, quiso presentarlos siempre en su contexto para que fueran comprensibles. Otra cosa es que tuviera las mejores ideas de bombero. Sabía que vivimos inmersos en una inundación informativa que por acumulación alcanza los máximos niveles cuando llega la medianoche y que en esas situaciones extremas, con el agua al cuello, lo primero que falta es agua potable. Entendía que facilitar ese suministro vital era su deber con la audiencia millonaria que le seguía encendida.

Lo querían a rabiar y lo sabía, pero nunca dejó que ese afecto empañara sus deberes, ablandara sus actitudes o le impulsara por el despeñadero de los predicadores. Tampoco se prestó a hacer caja con ese caudal de adictos. Jamás quiso inocular venenos ni sembrar sectarismos, se atenía a su particular manual contra la manipulación comunicativa. Abominaba de los secuaces. Estaba curado de ingenuidades pero era un combatiente ajeno a las deserciones, sabedor del papel de aguafiestas de los periodistas cabales, atento a formular la pregunta que descoloca al entrevistado. Jugaba limpio más allá de las convicciones o afinidades que pudieran embargarle en una situación o ante un acontecimiento.

Carlos Llamas hablaba a los oyentes de Hora 25, cuidaba los textos que iban a leerse, preparaba las entrevistas, mantenía activas sus fuentes, dirigía el informativo y lidiaba después con la tertulia, que sumaba una concurrencia siempre propensa al desafuero y al antagonismo. Procuraba que todos intervinieran, los que estaban a su vista en el estudio de Gran Vía y los que reencontraban dispersos en otras emisoras de la cadena SER. Disfrutaba cuando el tinglado viajaba para hacer el programa con público en distintas capitales. Quería que todos se lucieran. Tenía la casi perdida nobleza de rectificar cuando se detectaban errores o excesos. Era una rara mixtura de Sanabria y Canillejas, su barrio madrileño.

Se abstenía de ocupar el espacio público de su programa, prefería cedérselo a la información y a sus compañeros de tertulia. Siempre anidó en las antípodas del vedetismo fatuo de tantos colegas que trocaron el prestigio del buen hacer por hacerse un lugar en la lista del famoseo denigrante. Supo llevar el peso de la notoriedad pública sin ensoberbecimiento alguno, como tantas veces he visto hacer a esa leyenda del cine español que es Sancho Gracia. Para cualquiera que le reconociese guardaba la deferencia y gratitud debida cualquiera que fuera su posición en la escala social o de influencia. Era un oyente y con eso le bastaba. Eso de 'no sabe usted con quien está hablando' nunca salió de su boca. Se dejaba contar las cosas y por eso todos querían informarle. Era consciente de la obligación de dar voz a los sin voz.

Ese proceder inalterable lo mantenía cada noche en un estudio vacío porque siempre lo consideró abarrotado por la audiencia, de la que se hacía una fiel representación mental. Se había ganado limpiamente el liderazgo entre sus compañeros y colaboradores de la redacción, fueran periodistas bregados o becarios recién incorporados a la tarea. En su trato campeaba la consideración y el respeto.

Terminaba el programa pero continuaba la función porque después de tanta aceleración necesitaba un tiempo en la cámara de descompresión antes de reintegrarse al domicilio. Era un tiempo para reconsiderar la tarea cumplida y la que ya aguardaba para el día siguiente. Ajeno al buenismo que tantas tragedias ha originado, era, como dijo Antonio Machado de sí mismo, en el mejor sentido de la palabra, bueno.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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