Para qué sirve el superávit fiscal
Nadie sabe a ciencia cierta si va a haber crisis económica. Pero por si se diera ese caso, España está financieramente mejor preparada que nunca para afrontarla, siempre que el Gobierno, con sus decisiones preelectorales, no emborrone una de las gestiones económicas más ejemplares de la UE. El rigor iniciado en las cuentas públicas desde 1994 por Pedro Solbes, el mismo ministro que diseña ahora el próximo Presupuesto del Estado, ha sido uno de los pilares de los casi 14 años de crecimiento que se iniciaron justamente entonces y que no se han interrumpido, pese a las crisis agudas y cada vez más globales que desde entonces ha soportado la economía.
La lenta y decidida retirada del Estado de la actividad económica en la segunda parte de los noventa entregó el protagonismo de la actividad al sector privado y preparó a la economía para entrar, sin tensiones, en una zona monetaria única que ha multiplicado el crecimiento, mientras que en otras zonas lo ha anestesiado. España ha puesto las cuentas públicas en números negros por vez primera desde que, en 1978, se sumergió en la oscuridad del déficit, a raíz de la segunda crisis del petróleo. Hoy nadie con mediano criterio cuestiona la necesidad de aplicar al primer agente económico del país, que siguen siendo el Estado y las Administraciones réplicas territoriales, la norma de que no se puede gastar más de lo que se ingresa, tal como practican los más pequeños agentes, los hogares.
Pero la coyuntura ha comenzado a deteriorarse por la onda expansiva de la crisis hipotecaria en Estados Unidos, al tiempo que ha surgido el legítimo deseo del Gobierno de dar satisfacción a una serie de supuestas demandas sociales, que pueden cercenar el ahorro público. La doctrina económica tradicional recomienda que se preserve el superávit fiscal para hacer frente a una desaceleración anunciada de la economía, y que no se gaste el exceso de recursos en partidas improductivas como las que hasta ahora se han anunciado.
La mayoría de los expertos, con buen criterio, prefieren destinar el ahorro fiscal a fomentar la inversión en infraestructuras para amortiguar una caída de la actividad residencial que puede expulsar del mercado a centenares de miles de trabajadores, que necesariamente terminarían en el seguro de paro. Una desaceleración de la construcción de vivienda tiene un efecto casi multiplicador en la pérdida de empleo y de recursos tributarios, que debe ser compensado.
El vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Economía y Hacienda, con buen criterio, ha limado las demandas de los departamentos de más gasto, y planteará un presupuesto creíble, aunque a todas luces alejado de la austeridad que exige el momento. Una demanda en la que se ha pronunciado el propio gobernador del Banco de España. Hasta ahora se ha destinado mucho dinero a reducir deuda y engordar las reservas de las pensiones; pero una interpretación cíclica del equilibrio fiscal exige planes de gasto estructurales, no coyunturales -o electorales-, que atiendan las lagunas de equipamiento, eliminen los cuellos de botella del sistema productivo o remedien las deficiencias de la principal palanca del crecimiento del futuro, la educación, que presenta públicas y sonrojantes deficiencias.