_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Nilómetro y los apaches de Solbes

Para los antiguos egipcios, la subida anual del Nilo significaba la riqueza. Las aguas cubrían el valle, fertilizándolo con los limos arrastrados. Al bajar a su cauce habitual, los agricultores se afanaban en sembrar aquellas tierras rebosantes de humedad y nutrientes. Si el Nilo no crecía lo suficiente, las cosechas mermaban, y el fantasma de la carestía y el hambre aterrorizaba a una población expectante de los caprichos del río sagrado. De ahí, que todos los ojos estuvieran pendientes de sus crecidas, que eran medidas en una curiosa construcción que bautizaron como Nilómetro. Se encontraba en el extremo de la isla cairota de Rodas, y cada día se realizaba una medida oficial que era pregonada por toda la ciudad por unos heraldos vestidos de amarillo. Cuando el agua alcanzaba la altura de 32 codos sobre la columna de medición, la alegría explotaba. El río había cubierto por completo el valle, y las expectativas de cosecha eran máximas. Los dioses volvían a regalar un nuevo año de prosperidad.

En estos tiempos de incertidumbre económica, muchos ojos están puestos en los indicadores de referencia que nos puedan anticipar por dónde marchará la economía el próximo ejercicio. Y, sin duda alguna, nuestro Nilómetro más importante es el que marca la Ley de los Presupuestos Generales del Estado. En ellos se estiman las cuantías de los gastos e ingresos, basados todo ello en unas previsiones de crecimiento económico, inflación y creación de empleo.

El ministro Pedro Solbes aporta su solvencia a la materia, por lo que el presupuesto que presente servirá para conocer si el próximo año tendremos cosecha o, por el contrario, la sombra del paro y la desaceleración volverán a espantarnos con sus aullidos.

La subida de los tipos de interés, del petróleo, de los alimentos, de las hipotecas, golpean la renta de nuestras clases medias, mientras que la crisis hipotecaria norteamericana hunde a los mercados del mundo entero. Son muchos los indicadores prestos a desanimarnos, pero, sin embargo, también somos muchos los que creemos, como Botín y La Caixa, que el próximo año no será tan negativo como nos vaticinan, y que nuestro crecimiento rondará el 3%, con lo que salvaríamos los muebles con mucha dignidad.

Por eso, ante esta incertidumbre, el mensaje que lance el Gobierno con sus presupuestos debe consolidar la confianza de empresas, mercados y consumidores. Pues en esto estábamos cuando asistimos con perplejidad a la orgía de promesas electoralistas que suponen un alto coste, sin que nadie haya terminado de decirnos de dónde se sacarán los euros precisos para su financiación. Mientras el festín desenfrenado de promesas nos desconcierta, el paro se ha incrementado, la construcción pierde fuelle a ojos vista y la economía se desacelera. Las empresas comienzan a inquietarse y miran a su Gobierno, esperando una señal que los calme y anime.

¿Y qué es lo que se encuentran? Pues una orquesta desafinada en la que todos quieren figurar de solistas, y en la que el director parece haber desaparecido. El indio Jerónimo y sus apaches, o el mismísimo ejército de Pancho Villa aparentarían mayor disciplina, coherencia y orden que el coro desmadrado de ministros y presidentes autonómicos prometiendo el oro y el moro, ante el estupor de la afición y el justificado enfado del ministro Solbes. El uno promete arreglar los dientes gratis, el otro asegurar una vivienda, el de más allá dar pagas por hijo menor de tres años, y el propio Zapatero cotizar 2.500 euros por cada nueva maternidad, por no hablar de la mejora del salario mínimo interprofesional (SMI) y de algunas prestaciones sociales.

Alguien debe poner orden pronto. Es cierto que tenemos un importante superávit, y cierta holgura presupuestaria. También es verdad que algunas de nuestras prestaciones sociales deben ser mejoradas. Pero estas políticas puntuales no pueden arrinconar lo que de verdad se espera de unos presupuestos que deben hacer de España un país más moderno y competitivo. Fomentar la investigación, la exportación, las tecnologías, las infraestructuras, las viviendas de protección oficial, la educación y otras tantas políticas que cimientan una economía sólida a la que podrían cargarse esas nuevas prestaciones sociales que todos deseamos. De esto nada se habla. Es más fácil dejarse llevar por el dulce embeleso de la demagogia.

Desgraciadamente, hasta ahora, el Nilómetro no nos ha tranquilizado.

Archivado En

_
_