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CincoSentidos

Una cuestión del pasado

He aquí los pensamientos sobre su propio pasado de un triunfador, un abogado de éxito. Viaja a su ciudad natal, a sus raíces. Allí, durante su infancia y adolescencia fue feliz con su madre y sus hermanos, no así con su padre, hombre rígido y distante, al que veía poco. æpermil;ste una vez tomó una drástica decisión que hizo a su hijo infeliz para siempre. Efectivamente es un triunfador, pero sólo en el ámbito laboral. Es un ser profundamente herido.

Siempre es un alivio emprender un viaje, y más cuando lo planificas con el objetivo de reencontrarte con tus raíces. Hay aromas, brillos, espacios y comportamientos que se van diluyendo a medida que el tiempo se dilata, abriendo grandes y lúgubres cavernas habitadas por el olvido y horadando, a frías dentelladas, la superficie que antes ocupaban las promesas y los compromisos. Aunque trastoca volver a tus recuerdos con lasmanos vacías de aportaciones, durante estos años he acallado mi conciencia con un bagaje gratificante de recorridos profesionales que me han instalado en un mullido y cálido espacio de referencia entre mis colegas de profesión. También es grato para mi espíritu recibir las frases lisonjeras de compañeros y colaboradores que, al haber obtenido resultados sorprendentes en los asuntos jurídicos de los que me he responsabilizado, han calado hondamente en los medios. Y, sobre todo, porque ya no me importa, ni a mi ego.

En aquella hora de la tarde, la salida de Madrid por la nacional cuarta siempre se convierte en una malla inevitable en la que diariamente se enredan y entrecruzan miles de trayectos. Los vehículos avanzaban lentamente, con una parsimonia desesperante que hostigaba incluso al conductor más sumiso. Puse la radio, intentando mitigar mi aislamiento, y el dial me aportó desde una música insípida, a una lejana información especializada en Bolsa, pasando por una entrevista a una cooperante en el escenario de una desconocida guerra. Con su sonido de fondo, preferí volver a mis pensamientos.

Esa carretera era una vieja conocida. En aquellos años de estudiante de Derecho en la Complutense, cuando la nostalgia era un fardo demasiado pesado para un joven de apenas dos décadas de vida, necesitaba que mi alma se nutriera de los afectos a los que fui acostumbrándola. Recordé aquellos viernes por la tarde, cuando me acurrucaba en uno de los asientos traseros de un vapuleado autobús de la Sepulvedana. Prefería pegarme al cristal del lado derecho y, desde la estación de Palos de la Frontera, me dejaba llevar hasta la de Jaén, haciendo escalas previamente en una multitud de pueblos. Aquellas noches de largos trayectos, de lunas llenas con coros de miles de estrellas, de canciones de Hilario Camacho y Sabina en unos antiguos walkman que aún conservo, de películas infames al gusto del conductor, hicieron que aún sienta a esta carretera como parte de mi alma. Mi madre me esperaba en el andén, con una sonrisa sincera y entrañable, pero desgastada por el paso del tiempo y las renuncias personales a las que tuvo que enfrentarse para poder sacar adelante a nuestra familia. Ocasionalmente, estaba acompañada por alguno de mis tres hermanos. No recuerdo que lo hiciera nunca mi padre, pero sí que era el que me dejaba los domingos, de nuevo en la estación, para emprender el camino de vuelta.

Mi padre era el dueño de una pequeña empresa de distribución de recambios para coches. Le dedicaba mucho tiempo y apenas nos veíamos. Era una persona muy celosa de su intimidad, que creaba constantemente barreras entre nosotros con el propósito de evitar la resolución de los problemas cotidianos. Por decisión propia, había decidido delegar en mi madre la gestión diaria de la familia. A la salida de clase le pedía a Francisco, el entrañable bedel del instituto, los periódicos atrasados, en busca de alguna noticia relacionada con mi padre, que, por aquellos años, fue una persona de referencia en la provincia por su vinculación con una asociación de empresarios. En las fotos veía la sonrisa que nos negaba diariamente, y me esforzaba por leer escrupulosamente los artículos con el objetivo de encontrar pistas que me llevaran hasta él. Cuando estaba en casa siempre permanecía encerrado en su despacho, y era objeto de castigo el que cualquiera lo interrumpiera mientras estuviera cerrada la puerta. Aún recuerdo sus molduras, y mi mano acariciando su pomo, comiéndome las ganas de entrar y conocer los interiores del despacho y de los de mi padre. Su grado de desconexión con los avatares familiares era total. Nosotros, como reflejo inconformista de lo que vivíamos y en lo que desdeñábamos incurrir, aprendimos a mantener abiertas las puertas de nuestras emociones y a compartir, en dosis similares, grandes experiencias con pequeñas decepciones. Así fuimos tejiendo una red de afectos por la que ya no era necesario hablar para concretar nuestro estado de ánimo o nuestras necesidades. Bastaba una mirada, una mueca, un sonido, para saber que debíamos ocuparnos del hermano que nos necesitara. Y la sonrisa y el afecto de mi madre envolviendo, arropando y certificando aquella paciente construcción de lealtades. Así me abrí al mundo, aprendiendo a conocer el valor de una conversación sincera, las soluciones inesperadas de los comportamientos humanos y las honduras de las almas de los que me rodeaban, cinceladas con desavenencias, contradicciones o percepciones. Toda esa armonía interior se rompió cuando, una tarde lluviosa de junio, se abrió la puerta del despacho de mi padre.

Inicié el bachillerato en el masculino, aquel instituto que estaba junto al campo de fútbol municipal y lindando con el colegio de los hermanos maristas, del que salí acabada la EGB por dejar de estar subvencionados los cursos posteriores. Mis notas fueron normales, salvo algún insuficiente en Matemáticas que recuperé con mucho esfuerzo y la ayuda de clases particulares de refuerzo, y notables en Literatura y Lengua. Aún conservo en el almacén de mis imágenes, en el rincón que reservo a los momentos más angustiosos, aquellas clases de Educación Física. Entre la fila de compañeros que formábamos para ir saltando al plinto o al caballo, me acompañaba el miedo al fracaso, las risas de mi clase, la presión del profesor o la envidia por el que ejecutaba los saltos de forma tan liviana. Por terror a romper las gafas, lo que supondría un castigo inmediato de mi padre, corría sin ellas con todas mis fuerzas para escapar de tanta opresión. Pero la miopía imponía sus hirientes limitaciones, impidiéndome calcular las distancias entre el trampolín y el aparato, por lo que acababa sentado en el caballo o derribando el plinto. Los ruidos que emitía mi rabia contenida amortiguaban el coro de carcajadas de mi clase. Las gafas llegaban intactas a mi casa, no así mi autoestima, que tenía que volver a recomponer con la ayuda de mi madre.

En el último año del instituto, cuando ya iba acariciando mi incorporación a la universidad, mis notas iban mejorando paulatinamente, supongo que por aquellas imágenes tan atrayentes que me fui construyendo respecto a los estudios superiores. Formar parte de una comunidad especializada en carreras, sentarme en clases multitudinarias, tomar notas y estudiar en bibliotecas rodeado de estudiantes de todas las ramas y aspectos me trasladaba a un estado sumamente embriagador. Pero ese letargo se rompió a mitad de curso, en primavera. En la estación en la que la vida renace, la mía cayó en un oscuro pozo donde la amargura, la decepción y los sueños rotos formaron una red tan tupida y opresiva que hasta respirar causaba un hondo dolor en mi pecho. Había suspendido una evaluación de la asignatura de Filosofía. No entendía el motivo, pues hasta ese momento había aprobado sin grandes artificios. Intenté con todas mis fuerzas recuperar esa evaluación y mejorar las notas de la siguiente, pero mis esfuerzos fueron en vano. De nada valieron mis fines de semana encerrado en mi cuarto, los manuales prestados de la biblioteca provincial o los apoyos recibidos de compañeros de clase. Finalmente, suspendí.

Al entrar en el despacho de mi padre, una nube espesa de humo de tabaco abrazaba una vieja lámpara que pendía de un techo amarillento. Debajo de ella, y sentado en un sillón de alto, ajado y desgastado respaldo, se encontraba mi padre. Detrás, unas dobladas estanterías por el peso de tantos libros desordenados. Durante varios minutos interminables, no levantó la cabeza para mirarme. Apenas tenía 50 años y su aspecto delataba una decena más. Sin mirarme ni permitir que pudiera defenderme, me informó de que me enviaba a un internado de la provincia de Málaga, donde podría estudiar todo el año aquella maldita asignatura suspensa y meditar sobre mi futuro profesional. El bloqueo en el que me instaló el pánico de esa situación no me impidió describir a mi padre mi vocación universitaria enfocada a la Psicología. Noté un estertor de tensión en sus manos. No volví a verlo hasta el día de mi partida hacia el internado.

Fue el peor año de mi vida. Apenas me relacioné con compañeros, cayendo mi nivel de autoestima de forma progresiva. Echaba de menos a mis hermanos, a mi madre, y aquellas confidencias envueltas en susurros, lágrimas y risas contenidas. Las miradas cómplices, los paseos rebosantes de alegrías y juegos, las comidas con sabor a anécdotas y a implicaciones fueron totalmente extirpadas de mi alma. Me convertí en un ser fantasmagórico, un reflejo en gris de una persona que arrastraba diariamente sus pies y su angustia. Cada mes recibía la visita de mi profesor de Filosofía, que iba evaluando mis progresos. En aquellas jornadas también conversábamos sobre mi futuro más inmediato, mis aspiraciones y mis deseos profesionales. æpermil;l fue quien me orientó hacia una carrera con más salidas laborales, con la que pudiera desplegar todas mis aptitudes con más garantías. Al final del curso, mi padre vino a recogerme al internado. De vuelta a Jaén, le informé de que mi decisión por estudiar Derecho estaba tomada. Un rictus de sonrisa, apenas imperceptible y momentáneo, apareció en su cara.

Cuando gané un caso para una multinacional extranjera, que me reportó fama y una suculenta minuta, recibí muchas felicitaciones y, entre ellas, la de mi padre, sin duda la que más me impactó. Estaba entre una columna de correspondencia, entre varias suscripciones a revistas especializadas. Por el sobre amarillento, por aquella letra tan pequeña y estirada, sabía quién era su emisor. Aún la conservo. En su interior, dos frases que me acompañan y me atormentan permanentemente. Me escribió: 'Enhorabuena por tu éxito que también es el mío. Valió la pena aquel año en el internado'.

Un latigazo de rabia me sacudió, una vez más. Fue tan intenso que me hizo frenar bruscamente para detenerme en la cuneta de la autovía, y me envolvió la gélida brisa de aquel inminente anochecer. Aquel día que recibí la carta de mi padre se confirmaron aquellas sospechas que mi conciencia había negado sistemáticamente, y aquella noche volví a maldecir a mi padre. Desde el día en el que abrí su carta, por la devoción hacia mi madre y mis hermanos, procuré que nos separaran sólo unos centenares de kilómetros. Pero la distancia con mi padre se multiplicó cuando la indiferencia hacia él se acomodó en mi vida. También desde aquel aciago día, el escepticismo, la ausencia de compromisos y la neutralidad de mis valores se colaron por la puerta trasera de mi existencia.

A un lado y otro de la autovía las luces de las fábricas de aceite, el trasiego de los camiones y las columnas de humo de las orujeras, me escoltaban para darme la bienvenida. Volvía a Jaén invitado por mi profesor de Filosofía del instituto. Con motivo de su jubilación, sus compañeros y alumnos habían organizado una cena de despedida y, también, de homenaje. Unas semanas antes me llamó al despacho y, días más tarde, le confirmé mi asistencia. Estaba seguro de que había pensado en mí para exhibirme ante el resto de comensales, para mostrarles un éxito palpable en su carrera. Quizás el único. Hace algo más de un año solicité, a la agencia de informes que trabaja para mi bufete, que investigara el pasado de mi profesor de instituto. Las fotografías que me remitieron, la descripción de las actividades extraescolares y la red de colaboradores en la que estaba inmerso fueron enviadas hace unas semanas, anónimamente, a la Fiscalía de Menores. La mayor traición que puede cometer un docente a un alumno es cercenar su futuro, dinamitar su autoestima e implantar el sentimiento de culpa para el resto de su vida. La red de pederastia a la que pertenecía mi profesor sería desmantelada la próxima semana y, con ella, el pasado que tanto me atormenta, la traición cometida por mi padre con su abominable e injustificable ayuda.

Bajé del coche, y entré al restaurante programado para la cena. Notaba cómo las miradas me iban enviando mensajes lisonjeros. Directamente me encaminé al lugar donde se encontraba mi profesor y, tras darnos la mano, le dije susurrando al oído: 'Aprovecha el afecto que hoy recibes, porque pronto en nadie podrás apoyarte, te negarán como lo hago yo ahora'. En su cara pude ver reflejada la angustia que me acompañó durante aquellos fríos y crueles meses de internado, aquel purgatorio en el que estuve inmerso, alejado de mi madre y hermanos, por una decisión que mi padre y él me hurtaron.

Salí a la calle y, durante un buen rato, respiré hondas bocanadas de la fría brisa de aquel lluvioso mes de abril jiennense. Arranqué el coche, encendí la radio, y puse rumbo a Madrid.

Dedicado a Juan Espejo, director de Diario Jaén, por su fe en mis acciones.

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