Un pasillo oscuro
¡Qué miedo pasa Fred esta noche! Está verdaderamente aterrorizado. Se ha despertado sobresaltado; no hay luz y, para colmo, siente la necesidad de ir al baño. Para llegar a él tiene que recorrer un largo y oscuro pasillo que le recuerda una noche en concreto de su infancia, cuando tenía 11 años. Pero debe abandonar el lecho y llegar a la única pieza en la que puede aliviarse. Lo logra, aunque tiene mucha razón en sentir tanto pavor.
Fred Escobar despertó sobresaltado, con la sensación de haber caído del techo a la cama. Buscó con la mirada el reloj digital de la mesilla, que con intermitente luz roja le informó de que eran las 3 horas y 38 minutos. Volvió a taparse con las mantas hasta el cuello.
Sentía la necesidad, todavía no apremiante, de levantarse a mear.
-¡Oh, Dios! Si ya tuve cuidado de ir al cuarto de baño antes de acostarme -pensó Fred.
A tientas con la mano encontró el interruptor de la luz. ¡CLIK! Nada. Oscuridad. ¡CLIK! ¡CLIK! Se había quedado ciego. Movió la mano a escasos centímetros de sus ojos. Nada.
-Soy tonto -no hacía un minuto que había visto la hora en el reloj. Volvió a mirarlo: 3 horas y 39 minutos-. Hice bien en comprar el modelo de pilas y no el de carga a la red.
Se había ido la luz. Pero las ganas de ir al cuarto de baño aún no eran urgentes. Podía esperar a que volviera la luz. Quizá se quedara dormido hasta la mañana.
Porque si no, tendría que salir de la oscuridad de su habitación e internarse en el pasillo hasta llegar al baño
(ESE LARGO Y OSCURO PASILLO)
y hacer el camino de vuelta hasta la seguridad de la cama.
(¡CASA! AQUÍ NADIE ME PUEDE COMER).
Fred Escobar, como tantas veces, estaba pasando el fin de semana en la casa que había heredado de sus abuelos. Una pequeña casita en el campo, de una sola planta y unos cuantos metros de jardín abandonado.
Le gustaba. En cada rincón había un recuerdo de su infancia. Le gustaba desconectarse del agobiante trabajo de la semana en el bufete y disfrutar aquí de su independencia y soledad: lectura, paseos vespertinos por los prados adyacentes y charlas con las gentes del lugar y antiguos conocidos.
A sus 37 años, se consideraba un hombre formal y equilibrado. Eso sí, y a juicio de sus pocos amigos, demasiado amante de su soledad. Solterón vocacional, bien avenido con sus padres (quizá por el poco contacto), unas copas de vez en cuando con los compañeros y unas muy espaciadas relaciones sentimentales sin compromiso.
También tenía sus manías personales: sabía que no era miedo lo que sentía en la oscuridad de la noche en esta casa. Eso era algo irracional. Lo que tenía era el recuerdo del miedo. Del miedo que sintió aquella lejana noche, cuando no era más que un niño de 11 años y se levantó a oscuras al cuarto de baño.
De cómo volvió corriendo, sin mirar atrás, hasta su cama. Y de cómo, en el último instante, cuando ya se cubría con las mantas, le había alcanzado aquel arañazo rabioso, que le produjo dolor en el cuello y la mejilla derecha, y más allá, en el centro de su mente infantil y de su alma.
A la luz del día, y cuando se decidió a contarlo a sus padres, todo le había quedado más claro: la pesadilla, el duermevela, un golpe contra la cama, una sombra con la que nos asustamos. Además, el pequeño arañazo del cuello no se diferenciaba de los muchos otros que por aquel entonces se hacía todos los días. Sólo era uno más, y como vino se fue.
Pero el miedo de aquella noche no había cicatrizado del todo. De vez en cuando, se abría y supuraba.
Las cuatro menos diez de la madrugada. No. Sabía que no se iba a quedar dormido; al menos por ahora.
Claro que, si se levantara a evacuar su tozuda vejiga y volviera al calor de la cama, entonces podría disfrutar de nuevo del sueño reparador.
¿Tanta pereza
MIEDO
te da levantarte?
ARRIESGARTE
Piénsalo. El lunes, cuando lo cuentes en el bufete, todos te van a comprender:
-Oíd, chicos. El sábado me meé en la cama. Me desperté con ganas de ir al cuarto de baño. Pero se había ido la luz, y claro, no iba a arriesgarme por una meada de nada, a internarme de noche en el pasillo oscuro de mi casa.
¡Oh, sí! Todos van a entenderlo. ¿Por qué no se lo cuentas a un psiquiatra? Te estás volviendo loco.
FREDDY ES UN COBAAARDE, GALLIIINA, CAPITÁN DE LAS SARDIIINAS...
Eran las cuatro de la madrugada. En el dormitorio de Fred el silencio era absoluto.
Mi querido Freddy, no seas niño. En los inmensos metros que te separan del baño no hay nada. Sólo oscuridad. Es un yermo con un único habitante: TU MIEDO.
Comenzó a percibir el sonido arrullador del canto de los grillos. Era agradable. Anunciaba la llegada del verano.
La llegada de las moscas.
Ayudado por una ya acuciante necesidad, sacó lentamente una pierna de la cama y apoyó el pie derecho sobre la alfombra. Se levantó.
Inmerso en la oscuridad, abandonó la seguridad de la cama. Comenzó a caminar, con su mente fuera de la habitación, intentando desentrañar las tinieblas que le aguardaban, sin conseguirlo.
Abrió la puerta del dormitorio, dispuesto a internarse en el pasillo oscuro.
La casa de Fred Escobar se conservaba igual desde hacía muchos años. Salvo algún toque y objeto personal de Fred, seguía siendo la misma.
Gravitaba en torno al pasillo central, que, a modo de columna vertebral de un gigantesco animal reptante, la sostenía.
La cabeza era la salita azul, una amplia estancia que, por medio de una galería, daba al jardín. Esta habitación nunca había tenido puerta. Dos cetrinos cortinones, siempre recogidos, hacían su vez. A través de ellos, omnipresente, se veía el viejo sillón de orejeras del bisabuelo, tatarabuelo o quién demonios sabe, tapizado en un añoso y curtido cuero negro.
En el otro extremo, y tras la escalera de entrada, estaba el recibidor. æpermil;ste era el nacimiento del pasillo, que repartía a sus lados las habitaciones. El dormitorio de Fred era la primera a la izquierda. Más allá de la mitad, y también a la izquierda, el amplio cuarto de baño, frente a la cocina.
Era una casa capaz de albergar algo más que la soledad de Fred. Algo más que su soledad y sus miedos.
Por el rabillo del ojo, Fred percibió la luz roja intermitente de su despertador, como una señal de peligro, como un faro en medio de la niebla negra, aguardando su regreso.
Estaba a solas consigo mismo, en medio de la oscuridad. Se desprendió del disfraz de hombre maduro y de mentalidad racional y científica.
'Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos defiéndenos Señor, Dios nuestro'.
'En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén'.
Conocía la casa como la palma de su mano. Podía caminar a oscuras por toda ella sin tropezar.
Como un gato en la noche, se internó en el pasillo. A modo de guía extendió el brazo izquierdo, rozando con la mano la pared. Un paso, otro. Tres, cinco más. Aquí la puerta del estudio. Tres pasos más; otro. La puerta de la despensa. Uno, dos, tres, cuatro. El baño. Se detuvo.
Extendió la mano para agarrar el pomo de la puerta, esperando toparse con algo desconocido, que le agarraría a su vez.
El pomo cedió sin dificultad. Entró y cerró la puerta. Con pestillo. Se dirigió a la taza tras la bañera y meó teniendo cuidado de no hacer ruido.
-¡Ahhh! Bueno, ya está, Fred. Vamos a la cama, que mañana hay que aprovechar el día -se dijo.
Entonces lo oyó claramente. No en su imaginación; no en un sueño. Era real. Un imperceptible sonido de rozamiento. Como si las patas del sillón de cuero negro se hubieran desplazado dos centímetros.
Tras ese leve ruido, la fuerza del silencio fue abrumadora. La sangre y la adrenalina batían contra sus oídos produciéndole una sensación de mareo.
Ya sin precauciones, corrió hasta el interruptor de la luz del baño. ¡CLIK! Nada.
Nada podía contra la oscuridad esta noche.
Como una revelación se le apareció en su mente la verdad: en medio de la oscuridad nocturna de la casa, la cama era la salvación. Una especie de 'CASA' en un infernal juego del corre que te pillo. El baño podía ser un lugar relativamente seguro. El pasillo era muy peligroso, y la salita azul, un abismo de locura y maldad.
No te vuelas más loco de lo que ya estás. No has de tener miedo.
Desde el sillón de cuero negro, algo podía otear en la oscuridad hacia el pasillo. Como un cazador. Como un depredador de almas en busca de su presa. Y ese algo había despertado. Llevaba, quizás, 26 años dormido. Pero ahora estaba alerta. Y esta vez no iba a fallar. Estaba hambriento.
Los señores de Escobar eran un matrimonio sexagenario y feliz. No tenían grandes necesidades y se encontraban a gusto con su vida en común. Sentían orgullo del fruto de su matrimonio: su hijo único Alfredo, Fred, para todos. Un chico trabajador y muy bueno.
El señor Escobar sentía admiración por él. Por el gran profesional en que se había convertido. Bien es verdad que echaba en falta algún nieto; pero su hijo todavía era un chaval y tiempo tenía de sentar la cabeza en ese aspecto.
Recordaba con una sonrisa la época de terrores nocturnos que había pasado su hijo, allá por sus 12 o 13 años. Algo tardía, quizás. Pero bueno, él también había pasado la suya. No olvidaba el miedo que había tenido a veces de niño, en casa de sus padres, al coco que venía de noche del fondo del pasillo.
Con el tiempo se sabe cómo transformar esas experiencias.
Enterrarlas. Ocultarlas. Fue un sueño.
No existe un coco para los adultos. Luego, nuestra experiencia sirve para hacer ver a nuestros hijos lo niños que son asustándose de la nada.
En esos instantes, los señores de Escobar dormían plácidamente en su cama un sueño sin sueños.
Fred pegó el oído a la puerta. A través de ella, en ella misma, oía los latidos de su corazón.
Definitivamente, arrojó de sí el disfraz de hombre maduro y razonable. El decirse 'déjate de miedos y alucinaciones sin sentido y vuelve a la cama'. Eso podría ser fatal. Sería despedazado en el pasillo y atraído a la oscuridad sin límites.
Pero estaba inerme, sin saber qué hacer. En ningún lugar existía un manual titulado 'CâMO LLEGAR DEL BAçO A LA CAMA EN LA OSCURIDAD SIN PELIGRO'.
Se planteó la posibilidad de pasar el resto de la noche encerrado en el baño. Pero sabía que sólo era un lugar relativamente seguro. Eso acabaría encontrándolo y una garra del más allá destrozaría la puerta.
Fue hasta el lavabo. Se lavó el rostro y las manos. Se humedeció pelo, cuello y pecho. Volvió a la puerta. Respiró acompasadamente y, con todos sus músculos alerta, salió al pasillo.
En el exterior de la casa, los grillos dejaron de cantar. Una nebulosidad ominosa la envolvió.
Sabía que no debía correr. Eso que tenía a su espalda era como un perro de presa. Más rápido que él. Había que darle la confianza de que podía cogerlo cuando quisiera.
Llevaba andados cuatro pasos. Sin volver la cabeza. Debía de tener a su derecha la puerta de la despensa.
Instintivamente supo que a la altura de la puerta del baño había algo. Cuatro pasos a su espalda.
Perdiendo serenidad intentó avanzar un paso más. Otro. Le costó mucho dar un tercero. Se lanzó abiertamente donde sabía que estaba la puerta de su estudio. La cerró de golpe tras él.
¡Oh, Dios! ¡No podía ser! Alguien (¿¿alguien??) había tirado de la cisterna. Se oía el agua salir a presión, perdiéndose por las tuberías.
El terror lo invadió. Una lágrima afloró en sus ojos asustados. Agarró con fuerza el pomo de la puerta. No dejaría entrar a nadie.
Debieron de transcurrir unos cinco minutos. Le dolían los antebrazos. Aflojó la presión. ¿Por qué no se hacía de día?
Lo separaban ocho pasos de su dormitorio. Otros cuatro más, de la salvación. Escuchó. Escuchó. Ahora el silencio era más denso.
ESCAPA, CORRE.
Abrió la puerta, esperando que algo se le abalanzara encima. Nada.
De nuevo salió al pasillo, con la cabeza encogida, protegiéndola.
ME ENCOMIENDO A DIOS.
Comenzó a caminar, cubriéndose con los brazos. Era un boxeador acorralado a la espera del K.O.
Como una explosión, cada célula de su cuerpo se estremeció con un escalofrío cuando una suave caricia recorrió su cuello.
El depredador de la noche jugaba con él, porque sabía que iba a ganar.
Notó que le flaqueaban las fuerzas. Se obligó a caminar despacio. No podía más. Pasó una eternidad.
Estaba en la puerta de su dormitorio. Entró. Sonámbulo, dio un paso más.
-Mañana, cuando me encuentren muerto, aparentemente será un infarto. Nadie sabrá nunca la verdad.
¡Allí estaba! ¡Al fondo! Durante medio segundo, los números digitales de su despertador quedaron ocultos por algo.
El depredador había sido más inteligente: llevaba tiempo esperándolo, a las puertas de su salvación; entre el reloj digital y la almohada, en la parte derecha de la cama, por donde siempre se metía Fred.
Sus músculos funcionaron como un resorte de precisión. De un salto felino alcanzó la parte izquierda de la cama. Sus brazos no fallaron. Atrapó las mantas y logró cubrirse hasta el cuello.
Algo le cayó encima. En esa décima de segundo comprendió que nunca olvidaría aquel rostro de otro mundo: un rostro cuya boca se abría oscura y en la que en lo más profundo se veía el universo. En el interior de esa boca brillaban frías las estrellas.
Esa décima de segundo que utilizó para cubrirse por completo bajo las mantas.
(Hice bien en comprarlo de pilas, y no de carga a la red).
No notaba ningún peso sobre él. Oyó un aullido lejano, como a varios kilómetros.
Se vio invadido por algo parecido a la euforia, pero todavía sentía miedo. Rezó.
Vendería esta casa. No volvería a levantarse de noche a oscuras, porque no tendría una tercera oportunidad. Haría que...
...Comenzó a resbalar en un sueño seguro y profundo. En seguida empezó a soñar. Por la mañana, le costaría mucho discernir entre los sueños y la realidad.
Dormido, ya no oyó cómo, en la salita azul, los muelles del sillón de cuero negro, se doblaban para recibir a su dueño.