El sendero de las emociones
æpermil;ste es el relato de una abnegación. La de una esposa por su esposo. Ella está revestida de todas las cualidades; él, de ninguna. Ella lo ama; él a ella no. Ella es fiel, él no... Pero el marido se siente una ruina humana por portarse con ella de manera tan desabrida y despectiva. No puede evitarlo. Su antiguo celo por su mujer se ha convertido en algo maligno. Más tarde se da cuenta de que la quiere hasta la locura. El tiempo se ha agotado
Cuánto la quise, sin yo saberlo ! Casi se me desdibujan los recuerdos de una plácida época, desbordante de luz, y durante la que yo, ¡idiota de mí!, andaba a ciegas. Ella, mi leal compañera, paseaba su alma desnuda por donde quiera que yo fuese, dejando a su paso como una estela de perfumada pureza. La oía cantar desde la cocina, mientras preparaba su impecable tortilla de patatas, una vez más, como casi todas las noches, esperando una alabanza, mendigando una palabra amable, pero yo no la escuchaba. Ella, aun así, sonreía tímidamente y callaba. Su cabello ondulado, con suaves reflejos de un castaño rojizo, se dejaba acaracolar en torno a una deslucida pinza de asta de toro que hace infinitos años le compré en un mercadillo por 150 de las antiguas pesetas. Como una preciada reliquia, siempre la mantenía próxima cuando no anclada a su pelo, la colocaba sobre su mesita de noche, junto a un libro de Juan Ramón Jiménez, eterno cómplice de su desamor.
Día a día, ella seguía recorriendo, con su cándida y hermosa sonrisa pastel, los senderos a través de los que se fueron eternizando aquellos años de indiferencia, arrogancia y desprecios, por mi parte; de silencios, lágrimas solitarias y profunda entrega, por la suya. Nunca hubo reproches ni desaires. Me creí con derecho a lo que nunca había merecido. Llegué incluso a disfrutar con su sufrimiento, poseído por una inexplicable y gratuita tiranía, olvidándome por completo del terso relieve de su piel y de la calidez de su alma, transparente y llena de fulgor. Anduve restregándome como un gato en celo, durante tantas y tantas noches, entre las arenas movedizas de la frivolidad de infecundos amores de barra, intercambiando obscenidades con promiscuas hembras lisonjeras y tan vacías como las copas que iban dejando a su paso, casi al tiempo que se vaciaba mi cartera y se espesaba mi habla. Y, paradójicamente, en el transcurso de ese camino, sólo acerté a encontrar mi propio calvario porque ella, a medida que yo me hundía más y más en la ciénaga de mi espeluznante naufragio, brindando con mis propios demonios, resplandecía más y más, y eso hacía mayor mi abatimiento.
Algunas madrugadas, frías y sórdidas, cuando llegaba a casa, ebrio y malhumorado por no saber controlar, una vez más, mi mezquindad, la encontraba en el nido, acurrucada en su lado de la cama, dormida como un ángel, con algunos mechones de sus ondulados cabellos esparcidos sobre la almohada y su camisoncito de algodón blanco inmaculado, sembrado de florecillas bordadas, recorriendo las dunas aterciopeladas de su cuerpo perfumado de lavanda. Su sola visión, y lo que ella me aportaba, bastaban para exorcizar, aunque sólo fuera por breves instantes, todos mis diablos. Me sentía tan lejos, aunque no extraño, de todo lo que ella representaba, que no podía menos que quedarme ahí parado, contemplando la inmensidad de su belleza y su candor, con toda la solemnidad que mi deplorable estado me permitía, sintiendo unas profundas ganas de llorar el duelo de mi propia identidad. Era como un soplo de aire fresco entre tanta polución, y yo me sentía irremediablemente atrapado por el magnetismo de su abnegada ternura. La bendición de su existencia y su resignado apego eran lo único que aún me aferraban a la vida y un claro indicio de que Dios no me había olvidado del todo, impidiéndome precipitarme hacia el abismo de la más deplorable de las ruinas humanas.
Tan sublime era su calidad, que me llegaba a indignar, revolcándome una vez más en el lodo de mis propias miserias, revolviéndome como una alimaña ante las inacabables muestras de inmensa bondad y amor profundo hacia todo lo que tenía que ver conmigo. Me desesperaba su grandeza, aunque lo que creo que más me enfurecía era mi propia penuria y patética autocompasión. Mi tragedia era tal que, aun siendo capaz de ver y sentir lo que ella representaba, no podía responder, y no porque no sintiera, sino porque no sabía canalizar mis efímeros momentos de gloria. Creo que dejé de creer en mí el día en que descubrí lo poco en lo que me había convertido, deshojando la hermosura con que la vida tuvo el acierto o desacierto de obsequiarme. Mi obsesivo celo por ella se había transformado en algo maligno, de complicada lectura. Como un viejo edificio en demolición, y muy a pesar de mi incapacidad -disfrazada de torpeza, para enmendar mi actitud-, anhelaba tenerla cerca, aunque llegado el momento no supiera dar un golpe de timón a toda aquella ilógica situación que me hacía sentir desdichado e infame, esperando algún día ser merecedor de tanto, sin haber sembrado nada.
Mi ropa, arrugada, sucia y embebida de todos los vicios, se purificaba entre sus blancas manos cada vez que ella, cuidadosamente, lavaba y planchaba con primor cada prenda, que después quedaba impregnada de su aroma. Yo adoraba ese olor, aunque procuraba no evidenciarlo. La sola contemplación de su inefable esmero me arañaba las entrañas, aunque al sentirme descubierto fingiera no percatarme de nada.
Ella no buscaba reciprocidad alguna. Le bastaba con cuidarme y estar junto a mí, sintiéndose parte de mi vida, aunque apenas compartiera con ella más que cuatro palabras, tan frías como desairadas. Algunas noches de luna llena buscaba premiosamente su abrigo y, a pesar de mi rudeza, ella se me ofrecía complaciente. La pasión de su entrega era tal que atravesaba la piel. Entonces, y sólo entonces, mi ardiente deseo me concedía tímidas licencias que se traducían en pequeñas declaraciones que a ella le bastaban para avivar las llamas de su calor. Tras la efervescencia, volvía el hielo a sobrecargarme las espaldas con la culpa de mi turbia conciencia.
Sin embargo, la vida siempre nos reserva una carta, y ella era mi alma, aunque yo no fuera digno depositario de ella. Una mañana, supe que algo poderoso se cernía sobre mí. Curiosamente llegué a sentir alivio.
En los ojos de mi desdichado ángel, pude yo ver el infinito ese día, cuando, enfermo y abatido por la miseria humana entre la que con tanto regodeo me había zambullido, y revelando, una vez más, su precioso amor, tomó mi mano temblorosa y la besó con ternura. Yo me sentí a un mismo tiempo el más dichoso de los mortales, por haber sido bendecido con su compañía, y el más vil, por no haber sabido nunca regalarle la flor de mi cariño, torpe y egoísta. Mi vida acababa y, aunque no podía recordar nada más colosal que los años que viví junto a ella, sentí por vez primera la liberación de mi tormento. Por fin podría seguir su camino sin la pesada carga que yo representaba, pero de la que nunca se quejó. Sólo deseaba poder seguir mirándola y disfrutando de su compañía hasta el último suspiro. Y así fue. Nuevamente el cielo me bendijo en esto. Bebía en sus ojos verde oliva las lágrimas de su profunda pena. ¡Qué bella seguía siendo!
Ahora estoy en paz. Cada mañana disfruto del canto de los verdecillos, camuflados entre el solemne verdor de los cipreses que montan guardia sobre mi frío aposento, y me invade una indescriptible sensación de bienestar al encontrarme cada día con mi esposa que, con su vestidito de lunares blancos y su cinta recogiéndole el cabello, acude leal, hermosa como el amanecer, a pesar del incipiente marchitamiento de sus pétalos, para regalarme unas flores de su terraza o de las que recoge por el sendero tan poco transitado que une las casitas de la barriada con el camino del cementerio. Se sienta junto a mi tumba y arregla el ramito, mientras entona, casi en susurros, una de esas graciosas cancioncillas gracias a cuya alegre tonadilla parecía irse olvidando, año tras año, de lo que sólo yo interpretaba como soledad, porque ella nunca estuvo sola.
De la mano trae a mi niña chiquita a la que nunca llegué a tener en brazos. Todo lo bueno que quedó de mí allá en la tierra de los vivos. Es tan bonita como su madre, pero aún más blanca. Ella no sabe de amarguras. Su madre la mira con deleite. Su mirada es transparente y hace estremecer hasta a los muertos. Ella le relata deliciosas historias que nunca fueron, sensaciones que nunca vivió en realidad, pero que supo soñar. Mientras le habla, arregla primorosa sus rizados cabellos color caoba con una cintita de colores que ella misma ha confeccionado, con la gracia de siempre. Mi niña ríe feliz y corretea entre los setos y los rosales. Su madre vigila, atenta. Yo siento algo ahora que nunca supe expresar entonces y la amo hasta la locura por ello. Purgo, con orgullo y justicia, la estupidez de quien pudo amar y no supo, la torpeza del que encontró y no entendió, del que tuvo que morir para vivir.
Ahora que he descubierto el sendero de luz, no puedo sentirlo bajo mis pies. Ahora, por fin, he podido ver y comprender lo que significa vivir en la oscuridad y esperar que se haga de día. Sólo alcanzo a leer, una y otra vez, una frase lapidaria que, estratégicamente colocada frente a mi, en una tumba vecina, reza, solemne:
'Sólo el amor nos hace grandes'.