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Tribuna
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Ciclismo, dopaje y mercados de ganador único

En algunas ocupaciones, pequeñas diferencias en las capacidades y mérito de los participantes producen enormes diferencias en el reconocimiento social y las retribuciones resultantes. Constituyen mercados de ganador único, donde los triunfadores son recompensados de un modo que no guarda relación con sus habilidades y aportaciones. Este fenómeno es habitual en el mundo del entretenimiento, del arte o del deporte.

Seguramente, las diferencias de talento entre Scarlett Johansson y otras aspirantes a actriz no son tantas como la estratosférica diferencia en reconocimiento e ingresos podría sugerir. Se trata de profesiones en las que existen pocos ganadores y multitud de perdedores, donde la excelencia de los ganadores multiplica las desigualdades con respecto a los demás. Pequeñas diferencias de talento provocan enormes diferencias de reconocimiento.

Sin embargo, antes de rasgarnos las vestiduras, cabría reflexionar sobre la naturaleza de tal fenómeno. Millones de personas muestran más interés por el trabajo de Scarlett Johansson, o por el de Tiger Woods, que por los millones de aspirantes que nunca fueron. Y la atención se traduce en ingreso. Como resultado, una gran recompensa llega a manos de la actriz exitosa, pero sólo migajas a manos de las demás.

El deporte es terreno abonado para los mercados de ganador único, particularmente el ciclismo; las diferencias de tiempo entre el ganador y el último clasificado en el Tour de Francia no suelen superar el 5%. Sin embargo, la diferencia en réditos entre el ganador y el farolillo rojo es abismal. Al final, tras miles de kilómetros sobre la bicicleta, la distancia entre la fama y el anonimato se mide en segundos. La gloria abraza a quien cuenta con alguna ventaja, aunque sea pequeña, sobre los demás. Quizá esta particular estructura de incentivos y recompensas esconda algunas de las razones que explican las actuales penurias de este deporte.

En los últimos tiempos, un rosario de escándalos relacionados con el dopaje han llevado al ciclismo al descrédito social. Los patrocinadores se escurren y los niños ya no quieren correr el Tour. Las victorias están sujetas a sospecha. Al parecer, se estudia la posibilidad de excluir el ciclismo de los próximos Juegos Olímpicos. Así las cosas, el futuro del ciclismo se presenta negro. Sin embargo, la aparición de casos de dopaje en este deporte no es un fenómeno nuevo. Un ciclista, Arthur Linton, se convirtió en 1896 en el primer deportista fallecido como consecuencia, aparentemente, del abuso de sustancias dopantes.

En contra del dopaje suelen utilizarse dos argumentos: el primero, que daña la salud de los deportistas; el segundo, que altera la naturaleza de la competición deportiva, que es hacer trampa. Por supuesto, ambas justificaciones son convincentes, aunque cabría poner algún pero. Respecto de la salud, se podría decir que el peligro es consustancial a la actividad deportiva. Y que, si lo que se desea es proteger la salud de los ciclistas, debería prohibirse recorrer 200 kilómetros diarios en bicicleta durante tres semanas. Además, como sostenía The Economist hace algún tiempo, de los antigripales a las hormonas de crecimiento existen numerosos tonos de grises. Quizá el primer paso sería distinguir las sustancias que son peligrosas de las que no lo son tanto.

El segundo argumento contra el dopaje nos dice que va en contra del espíritu y la naturaleza del deporte. Y es cierto. La limpieza y el atractivo de la competición exigen reglas estrictas. Y sanciones severas para quienes las incumplan. Sin embargo, en un mercado de ganador único, existen incentivos poderosos para conseguir, de algún modo, esa pequeña ventaja que otorga el triunfo. El problema es que la ventaja se anula cuando todos recurren a las mismas tretas. Es como volver a la casilla de salida, pero peor. A todo ello se añade que, probablemente, el ciclismo es el deporte más duro que existe. Quizá lo que procede es un cambio de reglas, donde los ciclistas se pongan de acuerdo para determinar qué sustancias no dañinas podrían utilizarse, donde las recompensas sean distribuidas de un modo más equitativo y donde el esfuerzo exigido sea menor.

De todos modos, tal y como me advertía una vez un amigo, lo propio de almas decentes es odiar el delito y compadecer al delincuente. Especialmente en un caso como éste, plagado de moralina; al fin y al cabo, vivimos en sociedades en las que no nos levantamos de la cama sin recurrir a sustancias dopantes. Literalmente. Piensen en el Prozac. O en el Viagra. Y sigan aplaudiendo a los ciclistas.

Ramón Pueyo. Economista de KPMG Global Sustainability Services

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