Imprescindible unidad ante Rusia
La Unión Europea y Rusia tienen que convivir. Esto es un axioma. Ninguna de las dos partes que el viernes se reunieron en Helsinki para su decimoctava cumbre desde 1997 puede permitirse romper una imprescindible relación política y económica que viene impuesta tanto por el devenir de la historia como por algo tan inapelable como es la geografía.
El veto de Polonia, uno de los socios más recientes, ha impedido en esta ocasión que se inicien las negociaciones de un nuevo acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Rusia. El reciente asesinato de la periodista rusa Anna Politkóvskaya y la muerte de un ex espía del KGB, al parecer envenenado, no ha hecho más que enturbiar el ambiente de la cumbre de Helsinki.
Pero las dificultades coyunturales no deben hacer olvidar que el acuerdo vigente -firmado en 1997 y que expira al final del año que viene-, ya no responde a las necesidades de una relación bilateral que ha adquirido proporciones estratégicas, mucho más trascendentales hoy por la dependencia energética de la Unión Europea y la evolución de los precios del petróleo.
Bruselas y Moscú necesitan adaptar cuanto antes ese marco legal a la nueva realidad. Y la Unión debe presentarse en esa transcendental negociación con una sólida posición común, resolviendo sus diferencias internas antes de encontrarse de nuevo con el crecido presidente ruso, Vladimir Putin. En Helsinki, la Unión le ofreció a Rusia la oportunidad de comprobar de primera mano la lamentable fractura comunitaria. Una división que Putin mismo se ha cuidado de fomentar con sus estudiadas represalias sobre antiguos miembros del bloque soviético (como el embargo de la carne polaca o el cierre del oleoducto de Lituania), y que ha encontrado la peligrosa complicidad de un Gobierno alemán demasiado preocupado por garantizarse su propio suministro energético.
Esta fallida cita de Helsinki, sin embargo, no es el fin de la historia, sino una etapa. La UE y Rusia están condenadas a relacionarse y, tarde o temprano, a entenderse. La inevitable convivencia debe basarse en el reconocimiento mutuo de que Europa y Rusia se han transformado extraordinariamente durante el primer lustro del siglo XXI.
Bruselas tiene que empezar por admitir que el gigantesco vecino del Este vuelve a ser una pieza imprescindible de la geoestrategia mundial, como lo ha sido de manera casi ininterrumpida durante los últimos 1.000 años. Y Moscú debe aceptar que las relaciones internacionales se basan en el respeto a los derechos humanos y al Estado de derecho, unos fundamentos que aceptó al unirse hace más de cinco décadas al Consejo de Europa. En el terreno económico, las relaciones comerciales deben basarse en la seguridad jurídica, las garantías a la inversión y el respeto a los compromisos adquiridos, unas condiciones que Rusia no puede ignorar como aspirante a la Organización Mundial de Comercio.
Con esas premisas como punto de partida, la UE y Rusia deben forjar una privilegiada relación mutuamente beneficiosa. De lo contrario, sólo conseguirán perjudicarse recíprocamente.