Por la senda de la demolición
Acabamos de leer la lista de demoliciones que van a llevarse a cabo por sentencia del Tribunal Supremo en diversas localidades de Cantabria. Es una lista muy estimulante que debería continuar en esa misma comunidad y en las restantes. Imaginemos que se creara un espíritu de abierta competencia, de modo que las demoliciones de los abusos urbanísticos se convirtieran en un timbre de gloria, en un prestigio ambicionado que todos los Gobiernos autonómicos se afanaran en alcanzar. España cambiaría de tal forma que, invirtiendo la celebrada sentencia de Alfonso Guerra, volvería a reconocerla la madre que la parió.
Se trataría de crear tendencia. Igual que durante años todas las autonomías han reclamado una línea del AVE hasta la puerta de casa, o el trazado de autovías o la habilitación de aeropuertos, ahora todas se empeñarían en ser las más diligentes para instar a los tribunales la demolición de los abusos y para arrasar físicamente lo indebidamente construido.
Nada de multas por excesos en las alturas o en los volúmenes de edificación o por la construcción sobre zonas verdes o protegidas. Su importe resulta ridículo respecto a los beneficios obtenidos por el infractor. Es hora de que, parafraseando a Fernando VII, vayamos presurosos y yo el primero por la senda de la demolición. Después de un abuso, nada como un allanamiento. Lo que mejor le sienta a quien se propasa en altura es su regreso al estado cero del urbanismo, es decir, la demolición de sus excesos seguida de la retirada de los escombros resultantes.
Recuerdo uno de los hitos del desmadre urbanístico madrileño: la erección de la torre de Valencia contraviniendo todas las ordenanzas y planes municipales, alzada sobre un antiguo parque de bomberos propiedad del ayuntamiento y cuya primera piedra colocó de modo solemne la autoridad máxima en la materia, es decir, el ministro de la Vivienda, Vicente Mortes Alfonso, de la acreditada ganadería de los tecnócratas laureanistas. De nada sirvieron las campañas de algunos cronistas municipales, ni la argumentación de cómo la torre rompía la perspectiva de la Puerta de Alcalá vista desde la plaza de Cibeles hacia delante. La torre prosiguió su construcción y ahí sigue constituyendo un insulto para todos nosotros.
Luego le llegó el turno a la plaza de Colón, donde se cargaron el palacio de Medinaceli delimitado también por las calles de Génova y Marqués de la Ensenada. Enfrente, sobre el solar que ocuparon otras nobles construcciones, surgieron enseguida las torres que primero llamaron de Lamela y luego de Jerez, cuando aquel prócer, José María Ruiz Mateos, las adquirió para ponerlas bajo el sello de su abejita lucera.
Entonces, vigente el nacional catolicismo, los ministerios tenían patrona y el de la Vivienda quedaba bajo el manto de la Virgen de Belén. Por eso, algunos periodistas fuimos invitados el 7 de enero de aquel año al despacho del titular de la cartera para celebrar esa festividad, en un gesto de apertura promovido por el jefe de prensa, puesto que a la sazón ocupaba Josep Meliá, al que tanto extrañamos.
Recuerdo bien que uno de los colegas, buen amigo mío, adelantó al ministro la propuesta de demoler los excesos de Colón y de O'Donnell. Y que Mortes se mostró preocupado por el aspecto que, de proceder así, presentarían las medianerías contiguas expuestas a la vista del viandante. El periodista argumentó que por el contrario tendrían un efecto ejemplarizador, como lo tiene la catedral de Coventry conservada en ruinas, tal como quedó tras los bombardeos de la Alemania nazi. Esa es la clave: la ejemplaridad de los derribos, demoliciones y voladuras.
Estamos muy conformes con la supresión de la pena de muerte, cuya ejecución durante tanto tiempo constituyó un espectáculo muy popular. Pero ahora, las demoliciones deberían anunciarse como una fiesta. Estoy seguro que llegarían autobuses de otras localidades afectadas por el mismo problema con gentes deseosas de ver caer los abusos. El escarmiento tendría efectos salutíferos y todos antes de comprar verificarían la estricta legalidad de lo que les ofrecen. Si se formara la ONG Demoliciones sin Fronteras es seguro que sobrarían voluntarios para enrolarse. Atentos.
Miguel Ángel Aguilar. Periodista