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Columna
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La fábula de Inmobilandia

Carlos Sebastián

Los ciudadanos del reino de Inmobilandia llevan varios años disfrutando de una buena situación económica. Una parte importante de ellos se han dedicado estos últimos años a consumir todo tipo de bienes y servicios financiándose con sus crecientes rentas y con el recurso al endeudamiento. También, aprovechando unos tipos de interés real prácticamente nulos, han aumentado sus tenencias de inmuebles, adquiriendo una segunda vivienda y mejorando la primera. Algunos, incluso, una tercera y cuarta, porque un síntoma peculiar de la modernización de Inmobilandia es que se ha pasado de guardar los ahorros debajo del ladrillo a colocarlos en ladrillos.

Esa mayor demanda y algunas restricciones de oferta han generado enormes elevaciones en el precio de los inmuebles, que están imponiendo una sustancial transferencia de recursos desde los compradores a los vendedores de esos activos. El grave deterioro de la costa y de otros parajes ocasionado por la actividad constructora está imponiendo otro tipo de transferencias de recursos, ésta, en buena medida, de orden intergeneracional.

Con mucho, los ciudadanos más felices de Inmobilandia son los que han hecho verdaderas fortunas (ellos y las empresas que dirigen) utilizando ladrillos, hormigón y cemento para construir todo tipo de obras. Su actividad durante los últimos 10 años ha sido frenética. Gracias a la gran demanda de inmuebles del resto de ciudadanos (nacionales y extranjeros, porque el clima, la gastronomía y los cuidados espacios en los que se dedican a introducir una bolita en 18 agujeros son muy apreciados por los ciudadanos del mundo desarrollado) y a la intensidad de las obras públicas (en buena parte financiadas indirectamente por los contribuyentes de la república de Taxonia, a quien, increíblemente, los anteriores dirigentes de Inmobilandia les daban lecciones de rigor fiscal) estos afortunados ciudadanos del reino han tenido una actividad y unos resultados económicos extraordinarios. También ha contribuido enormemente a ello la incorporación a la fuerza de trabajo de Inmobilandia de extranjeros de otra procedencia y condición económica que los mencionados anteriormente.

Recientemente los prósperos ciudadanos del hormigón y el ladrillo han tenido una luminosa idea. Dedicar parte de los beneficios extraordinarios obtenidos a adquirir importantes paquetes de acciones de empresas del sector eléctrico. Parecen dispuestos a pagar precios que hace muy poco hubieran parecido desorbitados. Valga como ejemplo que en una de esas adquisiciones se ha valorado la empresa eléctrica en el doble de lo que el mercado la valoraba hace un año, antes de que empezara una interminable operación de toma de control (en Inmobilandia se acaban las obras, pero el resto de los asuntos tienden a eternizarse). Podría decirse que cambios en el entorno de una empresa pueden producir cambios muy relevantes en la valoración de la misma. De acuerdo. Pero la empresa eléctrica en cuestión ha tenido pocos cambios. Ninguno positivo y algunos negativos (elevación del precio de los combustibles y percepción de que las restricciones medioambientales pueden acabar por imponerle nuevos costes).

¿Deberían preocuparse el resto de los ciudadanos de Inmobilandia de que se hayan pagado tan desproporcionados precios? En condiciones normales no. Allá ellos con sus inversiones. Pero quizá las condiciones no sean normales. Las empresas eléctricas tienen una anormalidad, precisamente la que hace necesaria la regulación de su actividad: producen un producto básico (muy básico) en régimen de escasa competencia. La regulación en Inmobilandia consiste, básicamente, en la determinación por el Gobierno de las tarifas en la distribución eléctrica. La falta de competencia y los ingresos garantizados incentivan una inversión de las compañías menor de la óptima. Esta tendencia a la subinversión y el hecho de que las empresas eléctricas no pueden quebrar (pueden, pero ningún Gobierno lo permitiría) es lo que otorga a todo el proceso condiciones excepcionales.

Lo que preocupa a algunos ciudadanos de Inmobilandia, enterados pero pesimistas (Oscar Wilde diría que ambas características van a unidas), es que futuros Gobiernos, de cualquier color, autorizarán mayores subidas en las tarifas eléctricas, para compensar a los nuevos inversores del enorme esfuerzo financiero que están realizando y, sobre todo, para que no retrasen inversiones. Así se produciría una transferencia de recursos del conjunto de la ciudadanía a los accionistas de las compañías eléctricas.

Una nueva transferencia de recursos, menor para algunos que la que han sufrido al tener que dedicar una mayor proporción de su renta y de su esfuerzo a adquirir un inmueble, pero ésta vez afectaría a todos y cada uno de los ciudadanos.

Carlos Sebastián. Catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense

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