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CincoSentidos

La aventura

Ella se dirige desde algún lugar del extrarradio de Madrid al centro de la ciudad. Va vestida con mucho esmero para agradar a los hombres, sobre todo a uno de ellos en el que se ha fijado y del que está pendiente. Se casó embarazada y no descuida ni a su marido ni a sus hijos. Necesita estas conquistas en el autobús, y durante el trayecto va imaginándose lo que va a suceder entre ellos en cuanto lleguen al hotel. Nada es lo que parece.

Primero fue la noche turbia del smog; luego el traqueteo de las ruedas sonando sobre los baches y el asfalto, el chirriar del freno, el amarillo violento del coche frente a los ojos y, por fin, el anhelado escalón bajo el pie un poco dolorido dentro de los zapatos de domingo, los pantys dibujándole la rodilla que se dobla (como una media luna pálida), la franja de carne asomándose al tensar el brazo sobre la puerta del autobús, entre la falday el jersey, apenas un parpadeo restallante que tal vez incite al hombre que está detrás (porque siemprehay un hombre que atrapa el destello) y luego, cuando los cuerpos se balancean de proa a popa y el autobús arranca, se siente una opresión a estribor, el aleteo de una promesa minúscula en la leve presión, y es entonces cuando ella apuesta (porque no puede ver la cara del que viene detrás) y se lo juega todo al brevísimo tacto y se retira, buscando un asiento, dejando que la aventura avance por detrás.

Luego, cuando avanza por el pasillo y por fin se acomoda en el asiento, sabe que él se ha sentado también, probablemente a sus espaldas, y que, mientras el camino que lleva a Madrid desenrolla casitas bajas y bloques de apartamentos y prados en donde aún pacen ovejas, él mirará su cuello, su oreja derecha, el lóbulo rojo por el incipiente deseo, el dibujo de su perfil. Acaso sienta la tentación de palpar su antebrazo desnudo, o prefiera que tan sólo la mirada recorra y prometa: el cuello tenso, el hombro blanco y límpido, el alboroto de las hebras de pelo liberándose del moño. Ella se abanica para que su perfume se eleve, y vuele, y lo busque, para que el peinado abandone un poco la cárcel impuesta por la mañana en la peluquería. Entre ella y el hombre el asiento impide el abrazo inevitable, el tacto de su espalda contra el traje de él (será de buen paño y él, sin duda, llevará corbata, tal vez gemelos de oro), y se alegra porque lo oye toser (¿fumará en pipa?, es tan elegante…), le encanta el tono de voz que adivina ronca, sensual. El autobús avanza, se abarrota de pasajeros incapaces de percibir la situación, el dulce deseo que ha nacido entre los dos y que ahora fluye entre ambos como una corriente tan densa que ni siquiera la radio a todo volumen puede acallar, y ella se distrae un segundo al llegar a Leganés porque sube una mujer cargando un niño que amenaza con pegarle un moco en la espalda. La mujer intenta contener su pataleo, por fin, le da un azote y el niño llora a gritos, manotea mientras ella debe levantarse un segundo para dejarlos pasar -tiene miedo de que la manchen-, y lo hace lentamente, bamboleando un poco las caderas enfundadas en tela negra que rebasan el asiento, y está pensando que el hombre sin duda catará, conteniéndose apenas, ese balanceo profético al compás del autobús. Sudorosos y en mono suben también varios hombres que hablan a gritos sobre el sindicato y las horas extras (parecen cabreados y son tan rudos), dos enamorados de no más de quince años con aspecto siniestro, todos negro y cadenas, una mujer mayor con una bolsa de la compra que mira con hambre los asientos; ella escucha a los jóvenes, entre el traqueteo y los gritos del crío: 'Qué guay, tío, jo, cómo mola', dice la niña, y él lanza unas carcajadas que se apagan cuando enciende una música heavy que suena a todo volumen y rodeados de una pompa que los aísla del planeta comienzan a meterse mano, y la mujer revisa, sin quererlo, su juventud, la ira de su madre ante el embarazo y su posterior empecinamiento en colocarse azahares en la muñeca el día de la boda, y el traje blanco de tul, con tripa y todo. Qué inexperta que era, se dice, cómo ha cambiado el mundo, ya nada es lo mismo para los jóvenes, y cierra los ojos para dibujar el recuerdo, pero el coche frena con tal vehemencia que el polvo pálido que lo perseguía entra por las ventanillas y la arranca del pasado. Preocupada, siente que se ha dejado volar, que ha perdido contacto con el hombre de atrás, ¿se habrá quedado en Villaverde? ¿se estará por bajar? El pasillo se vacía otra vez y ella mira un momento hacia abajo, hacia atrás, y le palpita el corazón cuando alcanza a ver los zapatos negros, lustradísimos, vibrando sobre el suelo de goma sucio de pipas. Un hombre con tales zapatos debe de ser un hombre atractivo, la botamanga que asoma promete un traje planchado y perfecto (¿planchado por alguna mujer?, ¿acaso su esposa?), aunque esto no tiene importancia, no es celosa y, finalmente, ella también está casada y esta libertad en que la dejan los viajes del marido no modifica el amor que siente por él. ¿Amor? Sí, tal vez sea esa la palabra: porque al principio, con las primeras experiencias, había temido abandonarlo todo, pero luego comprendió que el amor era eso, algo que la ataba y de lo que no se sabía soltar.

Cierra la cortinilla para protegerse, porque el sol rojo del poniente rebota contra el horizonte, la ciega, y con los ojos entornados recuerda -mientras se defiende de un culo enorme que amenaza con caer sobre su regazo-que fue duro al principio, cuando ella decidió que cada vez que su marido viajara con la obra ella viviría una tarde de libertad. æpermil;l es cristalero y pasa el día en cuclillas y, cuando regresa agotado ella nunca lo ha dejado sin la cena. Pero los viajes eran otra cosa, y que los hombres ocasionales fueran casados o solteros no le preocupaba, con tal de entregarse a esas tardes tan raras, con tal de que nada le impidiera los viajes en autobús. La pareja 'guay cómo mola' se sigue revolcando en el asiento y ella los ve besarse a través del vacío que se produce entre los asientos. Solos, en medio del fragor, exploran con sus lenguas la bóveda del paladar y, cuando la mano del muchacho aprieta el pecho de la joven a través de la camiseta negra, cuando una pierna firme y cubierta por medias de red se cuela sobre el regazo del chico, ella siente que está viendo un vídeo porno con su marido un sábado por la noche, esperando que encienda el deseo. A ella le gusta ver cómo los hombres, siempre bien dotados, toman a las mujeres por la cintura y ellas, lamiéndose los labios, con la cabeza echada hacia atrás y el pecho erguido, comienzan a subir y a bajar. En ese momento siempre apagaban la luz y jadeaban a coro los cuatro. Salió del recuerdo porque volvía a escuchar cómo, a sus espaldas, el hombre de los zapatos negros carraspeaba removiéndose en el asiento, acaso contagiado por la sensualidad espesa que emanaban los jóvenes amantes, y ella, de pronto, lo deseó desnudo, bajo las sábanas, en un cuarto de hotel. Tenía que ser así, como en las películas; él la seguiría por Atocha y luego, con un gesto firme, la cogería del brazo para invitarla a una caña en El Diamante. Ella, durante unos minutos, se haría la sorprendida para luego ceder dejándose conducir. En el bar hablarían un poco, de temas generales, nunca de su vida privada. Si mienten no importa, todos entienden que es parte del juego, un requerimientos del galanteo para incitar la imaginación. Pronto el hombre (que es todo un caballero), le retiraría la silla para que se levantara y, acercándose a su cuello desnudo, dejaría caer un beso. Y entonces, en el primer contacto con esos labios sin duda gruesos, ella comenzaría a enloquecer. El hombre presiente lo que pronto habrá de suceder, se remueve inquieto en el asiento de atrás, tose un poco, carraspea esperando tal vez que, en la próxima parada, ella descienda y se entregue, todo a la vez. De pronto ella siente que está temblando de timidez o de miedo, pero se contiene, sabe que no tiene que preocuparse si cuida los horarios, si la mesa está servida a tiempo para los hijos; Madrid está tan lejos, y en una ciudad de ese tamaño nadie se conoce. Claro que al principio había temido enamorarse. Estas cosas terribles suceden, porque ya se sabe que el amor es ciego y suele herir a sus víctimas en los momentos menos propicios, enamorarse hubiera sido el peor de los castigos, pero luego, a medida que se repetían los viajes y los encuentros, comprendió que esto era diferente, que ocupaba otro espacio de su corazón; incluso lo supo con aquel joven impetuoso de los zapatos color café. Le ajustan las bragas nuevas un poco bajo la faja y ya en la Elíptica comenzó, nerviosa, a planear el descenso. Mejor sería por la puerta delantera, porque así él tendría la posibilidad de seguirla sin ser visto y ella sentiría cómo respiraba, cómo su aliento cálido le rozaba el cuello, atraparía su olor de hombre como un presentimiento del cuerpo desnudo y él apreciaría las caderas, la cintura, claro que sin animarse a tocarla aún. Cuando llegaran al hotel ella bajaría los ojos con ese tonto temor de ser descubierta, aunque una ciudad grande siempre encubre, y subiría en el ascensor sin mirarlo (sólo la espalda y el traje perfecto) y, ni bien cerraran la puerta, se dejaría besar en los labios mientras hundía su mano (la camisa era de seda) en el pecho amplio y velludo. El autobús, casi vacío, frenaba ahora en los semáforos, se acercaba trepidando a Palos de Moguer y rodaba por las calles bochornosas de una ciudad casi en penumbras. Tensa, deseosa, acomodó su pelo, se compuso el moño, cerró el abanico y lo guardó en el bolso, comprobó su sujetador en la promesa del crepúsculo. Cuando ella sintiera el tacto de su piel, sin duda el hombre perdería los nervios (siempre sucedía así) y con un gesto brutal le metería la mano entre las piernas, arrancaría la faja y buscaría a tientas el vértice jugoso y ella, mientras tanto, estaría ocupada con los botones del pantalón, tentando, admirando. Ahora, atrás, el hombre se remueve inquieto y sólo queda penetrar por el túnel que lleva a la estación, habitar la boca cuajada de humos y de olor a gasolina, descender, espléndida, sintiendo en el estómago la terrible tensión del deseo, el roce atrevido del pecho de él sobre su espalda (no quiere que la desnude tan de prisa como su marido, quiere que la recueste ya, sobre la alfombra del hotel, que la adule, que murmure palabras tiernas en su oído, que mordisquee los pendientes, que la haga desear, presentirlo, poseyéndola sin quitarle las bragas, largamente, como si tuvieran toda la vida por delante, ajenos a la fugacidad del encuentro; le gustaría también que él la inmovilizara sobre la alfombra, asiéndola por las muñecas y que luego la dejara montarlo también, mientras ella se humedece los labios, echa la cabeza hacia atrás y empieza a subir y a bajar, a subir y a bajar); ahora el deseo la arrastra a la noche oscura del túnel por donde el autobús ya desciende como arrastrado por una noche densa; se pone de pie, temblando, y siente la presencia del hombre cuyos labios sin duda están por besar su cuello, ve la mano fuerte y de uñas cuidadas apoyándose en los asientos, el roce de la tela de los pantalones, pisa entonces la escalerilla de metal, con cuidado, para no temblar sobre los altísimos tacones, pendiente de todos sus movimientos, de esta escenografía que es la antesala del deseo y luego cierra los ojos, se deja ir agradecida, esperando que todos hayan partido, aspirando el gasoil, hasta que llegue el silencio, hasta que los pasos del hombre se alejen y, con la tristeza de lo que termina pero satisfecha, volverá a subir al autobús, buscará un asiento al fondo para regresar pronto a casa, relajada, discreta, a tiempo para la cena de los niños, feliz, hasta el próximo viaje, agotada por la aventura.

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