Muros
El muro por antonomasia es el de Berlín. Pero hay muchos otros, por ejemplo, el que se levanta entre los que se acercan, como es el caso de los dos personajes del relato que están unidos por su dedicación al mundo de la fotografía. Pasean por Madrid, se sientan en una terraza, se despiden... Cada separación va tirando el muro que impone la presencia que en el siguiente encuentro disminuirá. Queda una línea, hay que derribarla.
Guardo dos trozos delMuro de Berlín. Me los enviaron y creo que todo el mundo recibió piedras del muro, la verdad que es imposible que diera para tantos. Habrán destrozado muchos muros ese día dijo él sonriente mirándola a los ojos.
-Yo no he recibido ninguno, sin embargo, tengo un trozo de suelo de la casa del Greco, mi familia es de Hungría, sefarditas húngaros y al llegar a España, y visitar Toledo, me dio ese impulso, pero no se lo digas a nadie. Mira -dijo señalando dos paredes verticales que estaban situadas en el centro del pequeño lago- esas dos piezas en paralelo son del muro, aunque creo que han perdido color, recuerdo pintadas en varios tonos que ya no están.
æpermil;l se volvió hacia las dos piezas grises sostenidas sobre pies de mármol desnudo, en el centro del estanque seco. Se acercaron y se detuvieron solemnes un instante. Ella no sintió nada. æpermil;l dijo que tampoco.
-Había patos en ese estanque, pero... -dijo ella.
Se volvieron y siguieron descendiendo la pendiente de césped húmedo. Ella pensó en quitarse los zapatos, pero un repentino pudor envuelto en coquetería se lo impidió a pesar de imaginarse dando vueltas impulsada por los tacones. Casi deseó dejarse caer por la pendiente como cuando de niña se dejó caer de la bicicleta sólo para los ojos de un niño polaco de su misma edad. Un acto imitativo de las películas de Marlon Brando.
Ella rozó con su hombro el hombro de él. Se ruborizó al instante. La luz de la tarde escondía la desnudez de la suciedad del parque que descubrió al llegar. Encontró las imágenes de su juventud. Observó a un niño, que tirando piedras en un tronco seco, parecía muy solo, escuchó el sonido roto que le siguió. La piedra en la mano tiene siempre muchos sentidos. En la Biblia la piedra tiene que ver con Dios. Pensó en una foto, amaba el movimiento detenido, suspendido en la levedad del instante. Entonces se volvió a él y le miró a los ojos, amaba sus ojos, pero no lo reconoció. Pero aún no sabía quién era. Tampoco él sabía quién era ella, el muro entre quienes se acercan hay que romperlo poco a poco. æpermil;l se lo había escrito recientemente en un mensaje junto a una de sus últimas fotos: 'No sé quién eres y me da vértigo'. ¿Por qué se preguntaban sobre quiénes eran? Sabía de él a través de sus fotos, uno de los más importantes fotógrafos de los últimos tiempos, y para ella poder participar en la exposición que organizaba sobre cuerpo y territorio era un asombroso regalo de la vida. Respiró el aire seco de Madrid. Escuchó el bullicio del parque, observó la sencillez de su trazado, enriquecido por montículos y planicies que permitían impactantes perspectivas. Evitaba la mirada de lo plano, buscaba la línea recta que se dobla, las pendientes; por eso amaba el parque, fue esa tarde cuando supo que amaría el parque.
Subieron después una leve pendiente. El sol les cruzó el rostro iluminando las zonas grises. Detrás se escondía una terraza. Por un instante pensó en los conocidos, temió encontrar alguno que opusiera su mirada a la de ellos. Los conocidos surgen con diversos rostros y diversas miradas. Tenía cientos de conocidos que a su vez tenían cientos de conocidos y cada uno de ellos aportan a centenares de personas en una gran cadena. Ella pensó que puede conocer a miles de personas. Sin embargo, cada vínculo es único y frágil, un conocido siempre es un conocido, no sabemos nada de ellos. Pero no nos preguntamos quiénes son.
Observó su boca, había descubierto su equilibrio, necesita encontrar el equilibrio, la línea que atraviesa aquello que observa. No era el labio, era un espacio vacío sobre la barbilla quien configuraba su gesto. Se sentaron en la terraza. Una mujer, ¿una madre?, interrogó él haciéndola reír; preguntaron a la madre por el camarero, tal vez había que ir a la barra para conseguir bebidas, se ofreció a buscar al camarero. Hablan de las primeras cámaras. Aquella que cuando se tocan se siente sobre la piel como un cuerpo que se entrega por primera vez. El mirar el mundo a través de ellas, el mundo que se aleja y, sin embargo, se encuentra como de ninguna otra forma se puede encontrar.
æpermil;l recordó su primera foto. Tendría unos siete años. Escondió la cámara en la clase y fotografió el gesto de enfado del profesor de lengua que le expulsaba por hacer la foto; recuerda también una que hizo de niño, era Franco durante una marcha militar, la hizo casi tirado al suelo mientras él saludaba desde un balcón, retrató un gesto en la mano que ridículamente se acercaba burlescamente a su nariz, recuerda que rieron mucho gracias a la foto, a pesar de que entonces era difícil reír. Consideró que esa foto era su contribución a la resistencia callada en contra de Franco.
Ella no recuerda su primera foto. Las primeras que guarda datan de los diecisiete años. Imágenes de la soledad de calles, charcos y caminos vacíos. Las conserva en un álbum en casa de sus padres. Las considera como un homenaje patético a una gran intención.
Estaban sentados el uno al lado del otro por primera vez mirando al frente; la silla de ella ligeramente detrás de la de él, él quiso aproximar su silla, pero ella prefería esa pequeña intimidad de la distancia. Observó al camarero al fondo atendiendo a los clientes de la última mesa. Ella le hizo un gesto con la mano. El camarero. Se les acercó, era un hombre de cuerpo grande y un rostro limpio sin gestos extraños, la línea que lo equilibraba tenía que ver con las cejas gruesas que organizaba el resto de rasgos.
Les dijo:
'Se han equivocado, yo soy el camarero'.
æpermil;l y ella se observaron divertidos, le llamaron precisamente por eso, pero algo extraño cruzó por el pensamiento del camarero; tal vez porque ella imaginó que estaban en otro lugar, en Centroeuropa, descansando en el jardín de un conde con el que iniciar un recorrido en busca de fotos necesarias, y su ficción, curiosamente, también afectó al camarero que se sintió otro. Supo que había algo en ese instante que invirtió el sentido de realidad del camarero, no encontraba la definición exacta, pero lo sentía intensamente. No parecían necesitar a un camarero. No estaban en realidad allí. Ni siquiera ocupaban un lugar en la terraza. El camarero pensó que esperaban a otro, tal vez un amigo. Ella pidió agua con gas y él, una caña. Rieron. La risa es un instante metafísico entre quienes ríen juntos. Un abrazo.
Programaron los tiempos de la exposición, las fotos que seleccionarían. æpermil;l recibió una llamada. Le informaban de un premio que acababa de ganar, el del festival de Praga. Hubo un silencio lleno. æpermil;l dijo que le alegraba compartirlo con ella y ella en un susurro dijo que a ella estar allí. Supo que la alegría (no como la tristeza que necesita tres días para sentirla) era capaz de experimentarla al momento, sin muros ni distancia. Su hija le envió un mensaje, necesitaba lápices, gomas y sacapuntas. Era tarde. No había anochecido aún porque la tarde del verano se vuelve muy larga como si detuviera el tiempo que necesitaba de más tiempo para transcurrir. La luz se condensaba en breves parpadeos.
En el Fiat ella le colocó el cuello del polo. Y él apretó su hombro. No sabía aún nada de él, pensó, ni siquiera conocía en profundidad su rostro. Wittgenstein escribió que el rostro es el alma del cuerpo y ella pensó en los ojos de él, y que los ojos son el lenguaje del alma. En su presencia lo conocía bien, entendía sus matices. Era cuando se separaban que lo buscaba y se desfiguraba y se volvía palabras. Le gustaba ese pasear juntos el mundo y en sus fotos descubría las propias que se abrían a ellas mismas.
Al despedirse ella le felicitó de nuevo con el entusiasmo que sentía por el premio. Era como si lo hubiera recibido ella también, lo creía así. Luego se miraron en un silencio respetuoso.
Al separarse, ella arrancó el coche con la sonrisa que seguía a todas sus despedidas. Costaba separarse, pero sabía que a la vez es la separación quien trae de nuevo al otro y va tirando el muro que impone la presencia, para que así, en el siguiente encuentro, el muro se descubra disminuido. Pero ahora intuía su rostro, no sabía exactamente qué, pero el camarero reveló algo del mundo que les escondía y pertenecía más allá de la realidad.
æpermil;l la llamó al móvil.
-Sabes, telefoneé a mi mujer por teléfono llevado por el entusiasmo para contar lo del premio, pero me dijo que estaba ocupada, que me llamaría luego.
Ella permaneció en silencio sintiéndole más próximo, como si la distancia a su vez evitara la lejanía de la presencia, pero a su vez se dio cuenta de que su presencia se afianzaba en su vida y que entre la realidad y el mundo que vivían juntos había un muro, fino, es cierto, como la línea que une la ficción de la verdad, no sabía qué muros tendría que derribar.
Respondió:
-Claro, es la realidad, es tu mujer.