La honradez de la alta dirección
Antonio Cancelo analiza ciertos comportamientos empresariales poco éticos que, sin duda, empeñan la labor y el buen hacer de la mayoría de los ejecutivos emprendedores
Para los que creemos en el papel decisivo que juega la empresa en el desarrollo de la sociedad, en tanto que instrumento vertebrador, al crear un espacio en el que conviven personas de distintas procedencias, valores y culturas, todas las cuales desean contribuir al logro de objetivos comunes, sentimos que algo se tambalea cuando algunos directivos abusan del poder que les otorgan sus cargos y traicionan la confianza que los ciudadanos habían depositado en su gestión.
Se espera, creo que todo el mundo espera, que los discursos actuales sobre ética, responsabilidad social o sostenibilidad sean algo más que un mero enunciado teórico, por lo que muchos confían en una orientación de la gestión que desborde, aunque lógicamente incluya, los valores económicos, para incorporar en pie de igualdad los compromisos éticos y emocionales. Los grandes fraudes en la dirección de las empresas parecían tener siempre su origen en la sociedad norteamericana, porque allí todo alcanza una dimensión diferente, los éxitos, los fracasos y también los comportamientos alejados de cualquier criterio ético. Pero de un tiempo a esta parte el virus ha invadido nuestro territorio, por lo que de vez en cuando nos sorprenden informaciones relativas a comportamientos deshonestos en la dirección de algunas empresas, algo más numerosos que los que ocupan los espacios informativos de los medios de comunicación.
Pese a que el porcentaje de actuaciones tan repudiables resulta escaso teniendo en cuenta el gran número de empresas existentes que son gestionadas correctamente, el daño que causan es muy importante porque, se quiera o no, extienden un halo de sospecha sobre el comportamiento directivo en general. Los afectados trascienden por tanto el grupo más inmediato de los clientes, proveedores o trabajadores para rozar, aunque sea tangencialmente, al mundo de los directivos. Por ello quizá sería deseable que a las plataformas de afectados directos que se organizan con objeto de defender conjuntamente sus intereses, se añadiera un grupo de afectados indirectos que se ven agredidos por aquellos que mancillan su profesión. Sería muy oportuno escuchar las voces de todos aquellos directivos que cada día se esfuerzan por actuar de un modo acorde con los principios éticos, repudiando con dureza las actuaciones fraudulentas, en primer lugar por su contenido intrínseco, pero también por el daño que causan a una tarea noble y absolutamente necesaria.
El cliente, ese referente cuasi sagrado, se convierte en un tonto útil al que se trata de desplumar
Habría sido bien recibido por la sociedad que ante los acontecimientos más recientes se hubieran escuchado pronunciamientos condenatorios de organizaciones de directivos, empresariales o círculos de empresarios porque los primeros interesados en repudiar los comportamientos rechazables deberían ser los propios compañeros de profesión. Más allá de las actuaciones generales, que actuarán como corresponda, es la propia sociedad la que tiene que expulsar de su seno a los que no responden a un código elemental que todo el mundo entiende, incluso aunque no esté escrito.
El directivo que defrauda a un grupo amplio de clientes que creyó en ofertas imposibles, abusa de la debilidad de aquellos a los que se dirige, sabiendo que su nivel de información es tan abrumadoramente superior que le permite trampear con las palabras hasta hacer el mensaje creíble. Abusa de una posición de poder que sólo será detectable en el caso de quiebra del proyecto, precisamente cuando las posibilidades de garantizar el buen fin de las operaciones efectuadas resulte imposible. El cliente, ese referente cuasi sagrado, cuya satisfacción es el objetivo de cualquier empresa decente, se convierte en un tonto útil al que se trata de desplumar con nocturnidad y alevosía, utilizando su ingenuidad y, en algunos casos, el deseo de una ganancia ligeramente superior a la habitual en el sector.
Lo que inspira a esos mal llamados empresarios, o directivos, a actuar contraviniendo las exigencias más elementales de la ética, no parece ser otra cosa que el deseo de una ganancia cuantiosa, sin que para alcanzar tal objetivo sea necesario reparar en los medios. La medida de esa ganancia, de esa acumulación de riqueza, carece de límite alguno, ya que ni siquiera una vida opulenta, garantizada para los protagonistas, sus hijos, e incluso sus nietos, sirve para detener la carrera acumulativa. Ese ansia infinita de dinero, o de poder, siempre medida en términos individuales, debe confundir al cerebro y estimular las más bajas pasiones, porque quienes así actúan lo hacen con tan poca inteligencia, con tan escasa razonabilidad, que ni siquiera saben detenerse a tiempo y tensan la cuerda hasta que acaba rompiéndose. Lo que ocurre es que, como piensa mucha gente de la calle, tampoco se juegan tanto, quizá algunos, pocos, años de cárcel, pero siempre consiguen quedarse con el dinero escamoteado, robado, a sus legítimos propietarios. Cómo consiguen mantener su conciencia tranquila mientras utilizan un dinero usurpado mediante el engaño me resulta incomprensible, pero seguramente tiene que ver con la laxitud de su conciencia o con que, a lo peor, carecen de la misma.
Quede constancia explícita de que la inmensa mayoría de los directivos actúan dignamente y de que muchos se preocupan por analizar las complejas decisiones que tienen que adoptar a la luz de un chequeo ético, que les permite decidir en los casos más complicados. Seguramente sería interesante que los especialistas en la tarea de seleccionar personas para ocupar puestos directivos en las empresas pudieran diseñar un test capaz de medir la honradez de los candidatos, lo que reforzaría la seguridad en la elección, mejorando la gestión de las empresas y las garantías de los ciudadanos.