Una reforma para ganar calidad
Mañana se firma en el Palacio de La Moncloa el acuerdo para reformar determinados preceptos legislativos del mercado de trabajo, tras una veintena de meses con el compromiso en el aire. La reforma siempre se ha considerado prioridad capital de los empleadores para mantener el ritmo de creación de empleo. Sindicatos, patronal y Gobierno han tocado, por tanto, la tecla adecuada, aunque el alcance de la revisión actual es menor que las ensayadas en el pasado, y se limita a dar otra vuelta a las tuercas ya engrasadas.
La reforma, al igual que la de 1997, pretende restituir la calidad perdida en el mercado de trabajo. En los últimos 20 años, se ha creado una ingente cantidad de empleo, pero la calidad se ha deteriorado hasta el punto de que uno de cada tres asalariados tiene un contrato que pende de un hilo. Eso sin contar la existencia de una barrera retributiva muy marcada.
Gobierno y patronal saben, y los sindicatos no desconocen, que para alcanzar el pleno empleo hay que remover rigideces y reducir costes, ya sean cuotas, salarios o despido. Los aparatos sindicales, los defensores en democracia de los mecanismos paternalistas de protección laboral franquista, aceptaron en 1984 una primera reducción drástica del coste del despido, con la creación del contrato temporal, que bajaba la rescisión a cero. El empleo se disparó. Pero la fórmula deterioró su calidad y llevó la temporalidad al 35%.
Esta circunstancia forzó una segunda reducción de costes, tras una fracasada flexibilización de los ajustes colectivos de plantilla en 1994, para tratar de trasvasar la mayor cantidad posible de ocupación de la temporalidad a la estabilidad del contrato fijo. Patronal y sindicatos pactaron reducir el despido a 33 días de indemnización por año trabajado, con un coste máximo de 24 mensualidades. El Gobierno de Aznar añadió una reducción del coste en cotizaciones de forma temporal para todos los contratos fijos de jóvenes y mujeres.
El mecanismo funcionó, pero sólo parcialmente. Una vez agotado el impuso inicial, los empresarios sustituyeron estos incentivos por la reducción del coste salarial que proporcionó una nueva reforma laboral encubierta: la inmigración masiva. Esta fuerte inyección de oferta de mano de obra barata disparó el empleo, estimulado por un fuerte crecimiento económico, pero volvió a colocar la temporalidad en valores escandalosos, con 5,3 millones de asalariados eventuales.
La respuesta es, otra vez, abaratar el despido con bonificación de cuotas a cambio de empleo estable, posibilidad que alcanza ahora a muchos colectivos del mercado, además de poner límites tajantes al encadenamiento de contratos temporales.
Todos los ensayos desde 1984 han flexibilizado el mercado de las generaciones jóvenes para preservar los derechos de las maduras. El resultado ha sido una compartimentación exagerada del mercado y una regresión perversa de la formación y del compromiso laboral con los proyectos empresariales. Bienvenido sea ahora un consenso que transmite sosiego a las relaciones industriales. Pero ha llegado el momento de sustituir los continuados parcheos por una reflexión integral sobre los costes, la formación y el modelo productivo, para europeizar de una vez la normativa laboral.