Precaución con los expertos
Cada vez proliferan más observatorios o plataformas de tal o cual fenómeno social o político. Foros o mesas de debate sobre determinada tendencia. Desayunos sobre tal o cual tema. Índices de varias dimensiones económicas o corporativas. En todos ellos, los expertos, casi siempre autoproclamados, se reúnen, dictaminan, pontifican y venden o lo intentan, sus productos. Sin embargo, cada vez más las evidencias nos previenen de un entusiasmo excesivo con los expertos, como resume, con divertido estilo, Louis Menand en un reciente artículo del The New Yorker. Algunos ejemplos de los sesgos y limitaciones de los expertos son los siguientes.
Jugadores aficionados recuerdan mejor que jugadores 'maestros' la disposición en un tablero de las piezas de ajedrez dispuestas al azar (no sería el caso si las piezas estuvieran desplegadas como en una jugada de una partida real). Grupos de personas con distintos niveles de capacitación (compuestos de personas más listas y otras menos listas) son mejores que grupos compuestos de personas únicamente muy listas en la resolución de problemas de computación. Politólogos prediciendo la factibilidad de diversos escenarios políticos son superados en porcentaje de aciertos por unos chimpancés, eligiendo, al azar, claro, entre esos escenarios. En el conocido concurso ¿Quién quiere ser millonario?, el que tiene un porcentaje mayor de aciertos no es el concursante, aún cuando descarta el 50% de las opciones de respuesta, tampoco el experto a quien puede recurrir vía telefónica, sino el público en el plató, no precisamente seleccionados por su condición de expertos. Un MBA sin experiencia en el sector, aplicando técnicas estadísticas no excesivamente sofisticadas ha sido capaz de superar en rendimiento de fichajes recomendados a todos los expertos y experimentados ojeadores de promesas en el béisbol americano, como escribe, espléndidamente, Michael Lewis, en Moneyball. O un grupo de ratas superó a un equipo de destacados estudiantes de un distinguido College de las Costa Este (no era Harvard....) en adivinar la ubicación de comida en un laberinto (era un problema lógico, no sensorial).
Obviamente, no debemos ni podemos prescindir de los expertos, pero sí parece que deberíamos reconocerlos como tales con precauciones, someterlos a crítica racional, y a no facilitarles que se consideren sumos sacerdotes de sus campos.
Sólo saben lo que saben, una fracción de la realidad. Ninguno puede sustituir el sentido común del directivo
Las pérdidas de racionalidad de los expertos se originan sobretodo en la complejidad de su sus especialidades. æscaron;ltimamente en cursos de altos directivos, a los participantes les propongo el siguiente conocido acertijo, por supuesto diseñado por colegas expertos en detectar sesgos cognitivos. Tienen que decirme cuáles son las probabilidades de varias descripciones de una persona. Las descripciones varían en el número o cantidad de atributos demográficos o variables sobre esa persona. Aunque son altos directivos, acostumbrados a tomar decisiones importantes, a sopesar probabilidades de escenarios de riesgo, tienden a elegir modelos -en este caso descripción de una persona- más complejos, con más variables pero, por eso mismo, obviamente menos probables. Esta es la trampa del experto, que está demasiado implicado en sus propios complejos y modelos mentales para percatarse de lo que está fuera de los mismos o sea más sencillo que ellos. En el último ejemplo de los citados en el párrafo anterior, las ratas se guiaban por modelos mentales más simples que los estudiantes, mientras que éstos perdían el tiempo en buscar una lógica compleja, es lo que esperan los más listos, que los problemas de la vida sean complicados para hacer valer mejor sus capacidades.
Existe además un interés corporativo obvio. Hace no mucho recuerdo a un experto, lo era realmente aunque no tanto como para justificar su pomposidad, que para justificar su argumento (y su producto) ante una audiencia enseñó una transparencia con unas estadísticas extraídas de un artículo académico que, según él, de manera científica y definitiva, respaldaba su posición. La transparencia la mostró fugazmente, era casi imposible examinar los detalles. Trataba de legitimarse en los números, que siempre imponen, que siguen siendo un arcano para muchas personas. Sin embargo, las estadísticas mostradas, que contenían las advertencias que los académicos debemos poner en nuestros propios números por exigencias metodológicas, ponían precisamente en duda el argumento de mi conocido, o mejor dicho, menos que conocido, únicamente 'saludado' que decía Josep Pla.
En fin, a los expertos se les puede aplicar aquella frase que Ronald Reagan usó con Gorvachov cuando estaban discutiendo el mutuo desarme nuclear: Confianza, pero con verificación. Los expertos sólo saben lo que saben, una fracción reducida de la realidad. No podemos prescindir de ellos, pero en dirección de empresas, en que los problemas son tan complejos, no hay ninguna perspectiva que por sí sola sea suficiente para decidir una decisión, no hay ningún experto que pueda sustituir el sentido común del directivo. Mucho menos, claro, cuando ese experto vive gracias a sus consejos al directivo de turno.
Aviso Importante. Por supuesto, el escepticismo ante los expertos expresados en esta pieza no se aplica a los colaboradores de esta columna pertinentemente titulada La opinión del experto (muy acertadamente, no se titula el 'dictamen' del experto'), y muchísimo menos al que suscribe.