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Tribuna
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Compromiso y responsabilidad social

Nuestra sociedad, al ritmo de los avances tecnológicos, evoluciona hacia unos modelos cada vez más automatizados, más autosuficientes, diríase que más deshumanizados. La sacralización de la modernidad parece imponer unos valores, como la competitividad, la agresividad o el individualismo, que si bien pueden y deben ser necesarios en determinados ámbitos, tal vez no deberían ser sistemáticamente extendidos a todas las facetas de nuestra vida social.

Generalizando más, puede decirse que la sociedad occidental está inmersa en una crisis absoluta de modelos. Se cuestionan incluso las instituciones de mayor raigambre (la familia, el Estado, la religión, la escuela…) en aras de un protagonismo cada vez más insistente del individualismo y la uniformización.

La educación, por ejemplo, es un factor esencial de estabilidad, no tan sólo como transmisor de conocimientos sino sobre todo de actitudes: la cultura del esfuerzo, la generosidad, el trabajo en equipo, el espíritu emprendedor... Pienso que es la hora de tener valor para movilizar valores: creo que deberíamos implicarnos decididamente en la consolidación de unos modelos de amplio alcance y larga duración, que equilibren los valores de la modernidad y de la tradición profundizando en los valores de la ética, porque sólo la ética tiene capacidad de movilizar constructivamente un pueblo.

Hoy en día, en según qué mentalidades, parece que todo lo tradicional está desfasado, que aquello que toda la vida sirvió ya no sirve porque 'no es moderno'. La cultura actual, se ha dicho, 'no consiste en la habilidad de aprender sino en la de olvidar'. Pero las cosas esenciales (por ejemplo: el pan, el vino, el aceite, alimentos básicos de siempre) continúan constituyendo la base de nuestra dieta, sin que nadie nos obligue a comerlos ni a beberlos, pero sin que -afortunadamente- nadie nos prohíba su consumo; y así han sabido adaptarse a nuevas exigencias y con nuevas variedades, pues su calidad intrínseca se lo permite.

También las cajas de ahorros gozan de una larga tradición de buen servicio. Funcionan bien desde hace siglos. Han sabido evolucionar y adaptarse sin perder la agilidad y la eficiencia: al contrario, mejorándola. Aportan valores de innovación y calidad, así como de solidaridad a partir de una obra social que se implica poderosamente en la ayuda a los más necesitados. Además, al convivir la actividad financiera de las cajas con la de los bancos, se incentiva la competencia y aumenta la capacidad de elección de los clientes, lo que redunda en un mayor beneficio para la sociedad.

Hoy las cajas están en el punto de mira de algunos que desearían acabar con este modelo para reducirlas a sociedades anónimas, con lo que perderían buena parte de su razón de ser y de las peculiaridades que les imprimen su característica más destacable: el servicio a la sociedad de sus respectivos territorios desde la obra social. Si en aras de esa modernidad mal entendida, y de una uniformización que acabaría con la riqueza de la diversidad, destruyésemos el modelo de las cajas de ahorros españolas, la sociedad de este país perdería un referente de calidad, de eficiencia y de solidaridad que perjudicaría enormemente al conjunto de la sociedad, no sólo en tanto que destinataria de una obra social que forzosamente tendería a minimizarse en pro del dividendo, sino también desde el punto de vista de los usuarios de nuestros servicios, que perderían una excelente alternativa de calidad y eficacia.

Esperemos que, como el pan, el vino y el aceite, las cajas de ahorros de este país puedan seguir formando parte de la base de la cultura, gastronómica o financiera, de España.

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