La Agencia Tributaria consorciada
No cabe duda de que la noticia del fin de semana ha sido la existencia de un acuerdo para la aprobación del Estatuto de Cataluña. La mayor parte de los españoles nos hemos sentido aliviados por la celebración de un pacto necesario y, sobre todo, por los términos tan razonables en que se ha cerrado. Uno de sus aspectos más importantes es, sin duda, el relativo a la financiación. Y dentro del mismo, debe destacarse el compromiso de que, antes de dos años, funcione una Agencia Tributaria consorciada.
En la actualidad, ya puede registrarse cierto grado de integración entre las Administraciones tributarias estatal y autonómica. Dicha colaboración se articula a través de la participación de las comunidades autónomas en la Agencia Estatal de Administración Tributaria. En particular, debe resaltarse la existencia de una Comisión Mixta de Coordinación de la Gestión Tributaria, en la que existe un representante de cada una de las comunidades de régimen común.
No obstante, lo cierto es que esta participación presenta serias deficiencias. En primer lugar, es bastante limitada, de manera que las comunidades no contemplan a dicho órgano como propio. En segundo lugar, debe tenerse en cuenta que la mayor parte de los tributos de nuestro sistema se encuentran compartidos entre ambas Administraciones territoriales, por lo que se hace imprescindible una mayor colaboración en la aplicación cotidiana del mismo. Sin embargo, un tributo tan importante como el IRPF es gestionado, en exclusiva, por el Estado. Por último, la colaboración descrita no impide la superposición de dos estructuras administrativas para el desarrollo de la función tributaria, lo que no deja de constituir una ineficacia.
Al objeto de solventar estos inconvenientes, el acuerdo, como hemos dicho, contempla la constitución de un consorcio de gestión tributaria entre el Estado y Cataluña. Se trata de una fórmula que, al igual que el modelo de financiación acordado, puede y debe extenderse al resto de comunidades de régimen común (todas excepto Navarra y País Vasco).
En esta materia, debemos acudir al artículo 6 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. De conformidad con su apartado primero, la Administración del Estado podrá celebrar convenios de colaboración con los órganos correspondientes de las Administraciones de las comunidades autónomas en el ámbito de sus respectivas competencias. Y su apartado quinto precisa que cuando la gestión del convenio haga necesario crear una organización común, ésta podrá adoptar la forma de consorcio dotado de personalidad jurídica. Los estatutos del consorcio determinarán los fines del mismo, así como las particularidades del régimen orgánico, funcional y financiero. Los órganos de decisión estarán integrados por representantes de todas las entidades consorciadas, en la proporción que se fije en los estatutos respectivos.
Por lo que se refiere al ámbito objetivo del convenio, se nos ocurren tres posibilidades. En primer lugar, es posible que se ponga en común la gestión de los dos sistemas tributarios, tanto el estatal como el autonómico. En segundo lugar, también puede pensarse en gestionar de forma común únicamente aquellos tributos estatales pero cedidos a las comunidades autónomas. En este segundo caso, subsistirían las Administraciones tributarias estatal y autonómica, aunque centradas en sus ámbitos exclusivos. Por último, también es posible -como así parece que quiere el Ejecutivo- que la colaboración se limite a alguno de los tributos compartidos, en especial, al IRPF.
Como puede observarse, esta solución de consorcio supone un alto grado de integración entre ambas Administraciones, toda vez que, dependiendo de cuáles sean los tributos afectados por el acuerdo, cada una de las mismas puede llegar a desaparecer o, al menos, verse reducida. Pero, por ello mismo, implica también bastantes dificultades en su ejecución, ya que habría que constituir un nuevo ente con una dirección colegiada, lo que no siempre es fácil de hacer funcionar en la práctica diaria.
A mi juicio, el sentido común y la prudencia aconsejan que este proceso de integración se realice de manera paulatina, comenzando por el IRPF y añadiendo, con el tiempo y si la experiencia es positiva, nuevos impuestos. El objetivo último debería ser la existencia de una Administración única en materia tributaria. Ahora bien, dicha Administración siempre debería contar con una importante presencia estatal y unos órganos centrales directores. Sólo de esta forma se puede garantizar que la información -elemento clave en la gestión tributaria- no se fracciona y dispersa. Del mismo modo, sólo así se evita que los contribuyentes aprovechen problemas de coordinación entre Agencias diferentes para eludir el pago de sus obligaciones tributarias.
Si estas premisas se cumplen, me atrevo a afirmar que, frente a lo que se ha señalado desde diversas instancias, no vamos hacia una Agencia fragmentada, sino hacia un proceso de simplificación y de colaboración entre el Estado y las comunidades hasta ahora desconocido. Esperemos que así sea, ya que nos jugamos mucho en la aplicación del sistema tributario. Por eso mismo, debe reinar la prudencia, la calma y buenas dosis de pragmatismo.