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Tribuna
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Prácticas de buen gobierno... y van tres

Cada maestrillo… trae su librillo, dice el refranero español. Con la publicación de las conclusiones de la comisión sobre nuevas orientaciones para las buenas prácticas para los consejos de administración de las empresas se ha dado un paso más en la creación de un cuerpo de doctrina sobre el Buen Gobierno de las mismas. Después del Informe Olivencia y de la Comisión Aldama es la tercera vez que en un relativo corto espacio de tiempo los expertos exponen sus conclusiones.

No se si será bueno, o no, que se afiance esta costumbre y cada vez que haya un nuevo presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) se realice una revisión del código. Por una parte, dada la dinámica de las sociedades algunas recomendaciones actuales pueden haber quedado obsoletas y, por el contrario, aparecerán nuevas necesidades; por tanto, es buena la puesta al día de estas recomendaciones. Por otra parte, la inestabilidad de los textos profesionales puede producir desconcierto, complejidad para administrarlos y, en el peor de los casos, descrédito.

Pero independientemente de ello el Código Unificado del buen gobierno tiene una gran virtud. Su naturaleza sigue siendo de 'recomendación'. Así mantiene el espíritu del primero de estos textos que los ingleses bautizaron como Código Cadbury el siglo pasado (el XX, por si alguien no es consciente de cómo pasa el tiempo).

Es el accionista el que debe valorar si le interesa o no una determinada composición de independientes

Junto a esa virtud tiene tres grandes peligros. El primero es su sacralización. Las empresas deben indicar en sus memorias por qué no siguen la totalidad, o algunas, de sus recomendaciones. La sacralización puede venir del mundo de los prescriptores: analistas financieros, periodistas económicos, académicos… Si éstos demonizan a toda empresa que no sigue las recomendaciones, aunque no sean obligatorias legalmente, habrá sido un corsé que desvirtuará su naturaleza voluntaria.

Cada empresa es un mundo y mi experiencia es que lo que es bueno para una puede ser inconveniente para otra, depende de su estrategia, sus valores y misiones, su sector, su historia etcétera. El café para todos no es bueno en un mercado donde la diferenciación es uno de los ingredientes del valor. Por ejemplo, es el accionista el que debe valorar si una determinada composición de independientes le interesa o no. Pero los accionistas pueden estar muy mediatizados por las opiniones de los expertos. Si estos expertos son prudentes y equilibrados harán un buen servicio. En caso contrario la dictadura opinática puede crear rigideces innecesarias. La responsabilidad de los prescriptores en este campo va a ser enorme. Esperemos que sean conscientes.

El segundo riesgo es pasar de la sacralización a la legislación. Los poderes públicos pueden tener la tentación de regular legislativamente algunas de las recomendaciones. Es verdad que en materia de transparencia y veracidad contable una buena legislación es necesaria, incluyendo los procesos sancionadores. Pero exigir que haya un vicepresidente ejecutivo de naturaleza independiente es una práctica que en algún caso puede no ser operativa o incluso inconveniente.

El tercer riesgo es ir complicando más y más el código en sucesivas ediciones hasta convertirlo en una maraña de recomendaciones, que dificulte su comprensión. Además, eso crea un mercado de expertos que viven de su interpretación y espero que no sea esta la intención de los redactores.

Alabemos pues las virtudes, y blindémonos contra los peligros de este tercer intento.

De las posteriores acciones de los actuales órganos de gobierno, los accionistas, institucionales o individuales, los prescriptores del mercado y los poderes públicos dependerá.

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