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Tribuna
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El deber de contribuir: obligación o valor

Cuando he tenido la oportunidad de viajar a países de Centroeuropa, como Alemania, Austria o Suiza, siempre me ha sorprendido el sentido cívico de sus ciudadanos incluso en lo más cotidiano. Al preguntarme la razón, estoy convencido que la respuesta ha de buscarse en un sistema educativo que inculca, desde sus inicios, los valores cívicos y éticos esenciales de todos los ciudadanos. Los padres, además, tienen también asumida su obligación de inculcarlos, con el ejemplo. Tales valores se convierten, así, en consustanciales a la persona.

Si lo anterior lo trasladamos al ámbito de los tributos, no puedo resistirme a preguntarme si existe o no en España una verdadera cultura cívico tributaria. Y la verdad es que la respuesta es preocupantemente negativa. ¿Por qué? Intentando simplificar, porque no se educa a nuestros niños y jóvenes en el deber cívico de contribuir ni en la razón por la que las Administraciones públicas financian, total o parcialmente, determinados servicios públicos. En definitiva, no se educa en el deber de contribuir entendido como valor, y no como obligación, ni en su más profunda razón de ser: la justa redistribución de la riqueza como un exponente de la solidaridad. Al problema ya de por si importante, hay que añadir el déficit de conocimientos, tanto de los educadores como de los ciudadanos en general, y la tozudez de la Administración en vivir al margen de la realidad convencida que la vía adecuada para atajar el fraude es la coercitiva. No es así de extrañar que la percepción de muchos ciudadanos sea la de que se pagan muchos impuestos y que la lucha contra el fraude es insuficiente. Si a lo anterior, que no es poco, le añadimos un complejo sistema tributario, una conflictividad elevada, fruto, en su mayor parte, de una legislación confusa e imprecisa, los no pocos privilegios fiscales, y el cada vez mayor antagonismo Administración-administrado, como si de dos eternos rivales se tratara, no es difícil entender que la solución no es fácil. Contestémonos sino con franqueza a la siguiente pregunta: ¿cuántos de nosotros comentamos positivamente lo que pagamos de impuestos y los servicios que recibimos a cambio?.

El problema, sin embargo, tiene solución aunque tal vez diferente a la que pensamos. La educación cívico tributaria, siendo esencial, no es suficiente. La confianza en la Administración exige ejemplaridad, y ésta obliga, a su vez, a ser transparente. No basta que los Presupuestos de las Administraciones públicas estén en internet.

Es necesario un esfuerzo por informar y comunicar de verdad con el ciudadano más allá de lo que estamos habituados y exigimos, implicándolo en un proyecto común. Y es necesaria también una especial voluntad de servicio por parte de quienes nos administran, incluidos los funcionarios.

No basta, pues, con una adecuada educación cívico tributaria, sino que ésta ha de ir acompañada de una legislación clara y precisa, de una Administración ejemplar por su transparencia y de una voluntad real de servicio al ciudadano. De lo contrario, no nos ha de extrañar que, como ahora se dice, pasemos de todo, y acabe siendo verdad aquello de paga y corre.

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