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Tribuna
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Microfinanzas, macrorresultados

Un banco es un sitio donde te prestan dinero si demuestras que no lo necesitas'. Así retrataba el carismático actor Bob Hope la realidad de la banca a mediados del siglo XX. Una definición irónica que, si bien reflejaba buena parte de la práctica bancaria de entonces, no describe el panorama financiero actual. Porque si algo han aprendido las empresas, incluyendo las financieras, es que para recoger frutos en lo económico también hay que sembrar en lo social.

Precisamente por motivos de corresponsabilidad social y también por la necesidad de atender nuevos mercados para crecer, las entidades bancarias están explorando nuevas vías para hacer llegar sus productos a colectivos que, hasta ahora, habían quedado al margen de sus operaciones. Inmigrantes, personas con discapacidad, mayores de 45 años, mujeres y parados de larga duración son la cara de un mercado que, por un lado, puede generar importantes activos financieros y que, por otro, puede impulsar la democratización de los servicios bancarios: las microfinanzas. Programas de ahorro y crédito vinculados a remesas y/o a proyectos de autoempleo, certificados a plazo fijo, cartillas de microahorro, microleasing y ahorro grupal conforman un extenso catálogo de productos que pueden dar enormes resultados. No en vano 2005 es el Año Internacional del Microcrédito.

Una de las principales diferencias que separan a la economía informal de la legitimación de un próspero entramado de microempresas es el acceso a crédito. Una prerrogativa que podría catalogarse de derecho de cuarta generación y que lograría rescatar de la pobreza a muchas familias como lo ha hecho ya en multitud de países.

Pero no nos llevemos a equívocos, ni el microcrédito es una panacea para aliviar la miseria en cualquier lugar y circunstancia, ni cualquier persona sin recursos puede ser un buen emprendedor. Las microfinanzas son instrumentos que hay que acomodar a la cultura y coyunturas socioeconómicas del entorno en el que se van a implantar. Se trata de un proceso arduo que requiere grandes dosis de creatividad, colaboración, trabajo en red y no dar por válido lo que funciona en otros mercados financieros de mayor poder adquisitivo.

Resulta difícil creer que sea en el propio capitalismo donde esté parte de la solución a los problemas sociales, pero algunas prácticas financieras como los microcréditos han permitido a personas con escasez de recursos y cualificación profesional emprender proyectos y sacar adelante a sus familias por ellos mismos.

Estamos hablando de un capitalismo incluyente en el que, por primera vez y esta es quizás la clave de su éxito, la confianza en el potencial humano se antepone a los avales monetarios. La convicción de que, con asesoramiento y recursos necesarios, una persona es potencialmente capaz de generar un proyecto de desarrollo si está dispuesta a luchar por ello. Desde un taller de reparación de calzado a un servicio de veterinaria a domicilio; cualquier pequeño proyecto puede transformarse en un negocio tanto para el emprendedor que solicita recursos como para la entidad que los presta.

La receta es sencilla: paquetes pequeños, márgenes mínimos, altos volúmenes y altos rendimientos sobre el capital utilizado. Todo, complementado con una oferta de asesoramiento y formación a través de las denominadas redes de apoyo (ONG y otros intermediarios sociales que sirven de enlace entre beneficiarios y entidades y permiten la economía de escala), además de un tiempo prudencial para que el ciclo de negocio pueda adaptarse al de reposición del microcrédito.

Porque a pesar de que, con este tipo de programas, las entidades ganan en imagen social, el dinero no se le presta a la persona sin recursos por su condición de pobreza sino porque realmente se confía en su proyecto. Conceder un crédito a gente pobre no significa dejar dinero a un moroso. Es una opción de negocio competitiva que, además, genera empleo entre los colectivos que más lo necesitan y cohesión social incluso en las zonas rurales.

En nuestro país más de dos millones de hogares en los que viven más de ocho millones y medio de personas subsisten con menos de la mitad de la renta media. Un importante segmento de mercado en el que las cajas de ahorro y buena parte de los bancos han empezado a fijar sus miras pero con más sentido social que financiero. Una apuesta que, aunque anualmente multiplica el volumen de operaciones, apenas ha explorado un segmento base de millones de hombres y mujeres dispuestos a aportar valor.

Un extraordinario potencial de negocio subyace tras la cortina de la economía informal, un importante mercado de consumidores y emprendedores anclados en la base de la pirámide que anhelan oasis en los que generar competitividad. Es por ello que, empresas, Gobiernos, entidades sociales, agencias de desarrollo o los propios afectados han de abrir bien los ojos y aprender a ver más allá de las dunas de escasez de recursos.

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