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Tribuna
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La desmesura nacional

El debate político y social en España se halla instalado en la desmesura, sostiene el autor. Una actitud que considera intolerable y contra la que la sociedad

debe reaccionar pronto, pues esta conducta crea un clima de enfrentamiento que a la larga influye en la convivencia y en las relaciones sociales

En unas interesantísimas declaraciones, publicadas en la contraportada de La Vanguardia el pasado 25 de julio, Antonio Garrigues rompía una lanza a favor de la moderación en el debate político, instando a quienes participan en el mismo a ser capaces de asumir parte de los planteamientos del adversario. 'No podemos', decía Garrigues, 'mantener esta tensión permanente y dirimir los asuntos de interés público a bofetadas partidistas', reclamando el talante liberal 'que es precisamente el capaz de admitir que el otro también tiene algo de razón'.

Es este un llamamiento al que debemos prestar atención. Vivimos instalados en la desmesura, más que en el insulto, que también. En casi todos los debates políticos y sociales escuchamos antes que nada el insulto, el exabrupto, la descalificación personal. En el mejor de los casos, después sigue el argumento. En el peor, nos quedamos solamente con lo primero. Podríamos rescatar lo mejor de nuestra tradición dialéctica para decir, en casi todos lo casos: 'ya he oído su insulto, ahora déme usted su argumento'.

Pero además de ello estamos, como decía, en la desmesura. Unas declaraciones, ciertamente polémicas, nada menos que del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, manifestando comprensión hacia las instrucciones de 'tirar a matar' recibidas por la policía británica en la lucha contra los terroristas islamistas suicidas, son respondidas diciéndole que se ha convertido en el 'adalid del tiro en la nuca'. La legítima crítica política a la actuación del Gobierno y de otras autoridades públicas en los recientes incendios de Guadalajara permite afirmar que 'dejaron morir' a los fallecidos en la lucha contra los mismos. Todavía resuenan en nuestros oídos los gritos de 'asesinos' dirigidos a los miembros del Gobierno anterior y a simples militantes del partido que lo sustentaba.

Esto es ciertamente intolerable y la sociedad debería reaccionar contra estos comportamientos que tensan y crispan los debates, deterioran las relaciones políticas y ciudadanas, y crean un clima de enfrentamiento y de descalificación global del adversario que, a la larga, repercute negativamente en la convivencia y en las relaciones sociales. El viejo truco dialéctico de exagerar, o de deformar, las posturas del adversario para atacarlas mejor puede terminar quebrando las bases del necesario entendimiento social y político ante las grandes cuestiones a las que hemos de enfrentarnos, tanto las relativas a la organización del Estado como las del terrorismo o la inmigración.

Todos tenemos derecho a expresar nuestras opiniones y a defenderlas, y tenemos derecho también a que las discrepancias frente a las mismas no se manifiesten en descalificaciones que traten de situarnos fuera del debate. No debe ser admisible el insulto, el juicio de intenciones, la descalificación personal. Las últimas encuestas de opinión revelan la existencia de una gran mayoría de ciudadanos que consideran que determinadas competencias administrativas (las relacionadas, en concreto, con la lucha contra los incendios forestales) deben ser ejercidas centralizadamente y deben por tanto corresponder al Estado, que debería recuperarlas o rescatarlas. Sin embargo, pocas voces son capaces de expresarse en ese sentido, abiertamente, en el debate político y social, porque el alud de descalificaciones al que tendrían que hacer frente impediría un desarrollo normal de las discusiones.

Llama la atención, por otra parte, la facilidad y la ligereza con las que se recurre al uso del epíteto 'terrorista'. Que si terroristas verbales, que si terroristas domésticos, que si terroristas en la empresa o en las relaciones laborales, etcétera. Hace poco pude comprobar el asombro, en parte fingido y en parte real, de la defensa de un trabajador sancionado por su empresa, por ofensas y vejaciones a otros trabajadores y directivos de la misma, por cuanto, sostenía, 'sólo les había llamado terroristas'. Me ponen los pelos de punta los argumentos a los que en ocasiones recurren los tribunales para oponerse a las sanciones laborales por insultos del más diverso tipo: así, cuando sostienen que son 'interjecciones del lenguaje, reveladoras de mal gusto y peor educación', pero que son socialmente admitidas o toleradas. Con esta tolerancia es con la que hay que terminar. Como han dicho también nuestros tribunales, la Constitución española no ampara el derecho al insulto ni a la descalificación personal.

Hemos de reaccionar antes de que nuestra convivencia se deteriore hasta tal punto que impida o dificulte gravemente la cooperación con la que ineludiblemente hemos de afrontar una realidad compleja, difícil de gestionar y que no admite las respuestas simplistas ni permite que funcionen las que no gocen de un amplio consenso popular. Y el debate político tiene al respecto un deber de ejemplaridad.

Para que en los ámbitos empresariales, educativos y sociales puedan excluirse los comportamientos agresivos y descalificadores, es necesario que la vida política transcurra por unos derroteros de mayor respeto y consideración. Y que se erradiquen definitivamente las prácticas de matonismo que, a través del insulto y del intento de marginación, tratan de acallar voces y de evitar la posibilidad de defensa razonable de determinados planteamientos y de posturas tan respetables como otras en relación con cuestiones políticas, sociales, religiosas o económicas.

Es mucho lo que nos jugamos y sólo cuando los políticos sean conscientes de la repulsa social, modificarán radicalmente sus comportamientos.

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