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Columna
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Bajo el vértigo

Se estableció el principio de la superioridad de la gestión privada sobre la pública, enseguida derivó la necesidad de privatizar en aras de la eficiencia como último criterio. A continuación cundió la idea de la abominación hacia cualquier institución de carácter estatal, autonómico o municipal por su inadecuación para la prestación de cualquier servicio sanitario, educativo, de seguridad, penitenciario o de la índole que fuera. Los ejemplos contrarios recibían un estruendoso silencio. Mario Conde al frente desastroso de Banesto, Dick Cheney en Halliburton, los de Enron llevándoselo crudo, California sometida a los apagones privados y por ahí adelante desaparecían de los espacios relevantes de los medios de comunicación, que una y otra vez volvían al estribillo de subrayar la maravillosa rentabilidad privada en contraste con el insufrible despilfarro público.

Con los Chicago-boys de Milton Friedman en la percusión de la orquesta liberal-nihilista, sobrevino una ola imparable que llevó incluso a los partidos socialistas aturdidos a incorporar esas doctrinas como un tributo indiscutible a la modernización. Fue la marea de las privatizaciones más o menos acertadas, que se anunciaron como ventajosas para los consumidores y resultaron en ocasiones meras sustituciones de los monopolios públicos por los privados, de más estricta obediencia, sin que aparecieron los efectos benéficos en precios y calidad del servicio que esperaba el consumidor.

La rentabilidad se convertía en el único parámetro y en ese altar se sacrificaban valores muy relevantes. Por ejemplo, ferrocarriles tan afamados como British Railways en manos de accionistas privados se transformaban en una penosa red tercermundista sumida en el abandono, la desinversión y la inseguridad.

De ninguna manera puede hacerse un juicio colectivo a todos los gestores que se alzaron con las presidencias de las empresas privatizadas

En área de la sanidad, los enfermos crónicos dejaban de ser rentables y asomaba la oreja eficiente de la eutanasia. En el ámbito de la educación, los colegios concertados rehusaban aceptar a los hijos de los emigrantes pensando que incorporarlos supondría un descenso en términos de prestigio; las compañías aéreas, acuciadas por las líneas de bajo coste, reducían sus exigencias de mantenimiento para ser más competitivas, y el delegado del Gobierno en Madrid indicaba, tras el crimen en una urbanización, que quienes desearan seguridad deberían contratarla por su cuenta. Incluso las pensiones de jubilación a cargo de la Seguridad Social fueron presentadas como al borde de la quiebra para dar a entender que cada uno debería prevenirse del riesgo de una larga supervivencia.

La llegada del Partido Popular al Gobierno en 1996 desencadenó efectos volcánicos sobre las empresas privatizadas por completo o en trance avanzado de completar ese proceso. Los presidentes de Argentaria, de Caja Madrid, de Repsol, de Endesa, de Telefónica, de Tabacalera, de Iberia y de tantas otras acusaron el movimiento sísmico. Como por ensalmo, los consejos de administración de esas sociedades convinieron en la necesidad de poner cara de circunstancias, y a marchas forzadas encontraron las personas que el aznarismo rampante pudiera considerar idóneas, en línea con las amistades y afinidades de Rodrigo Rato y con las compañías de pupitre del Colegio del Pilar.

De ninguna manera puede hacerse un juicio colectivo a todos los gestores que se alzaron con las presidencias de las empresas privatizadas. Algunos emprendieron la carrera del descaro y la sinvergonzonería mientras otros acreditaron máxima competencia.

Por eso, ahora, que vuelve el vértigo convendría también discriminar con todo cuidado. Se entiende que nuestro particular spoil system debe caminar hacia su extinción, de la misma manera que las ubres ubérrimas que alimentaron las arcas de la FAES y otras conexas con el Partido Popular en modo alguno pueden seguir siendo usufructuadas por ningún partido. Como dice J. S. Lec en sus Pensamientos despeinados, algunos quieren ordeñar incluso al chivo expiatorio y por ahí no podemos pasar.

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