La doble moral de los ejecutivos
Antonio Cancelo analiza la postura de los directivos ante la polémica de la libertad de horarios comerciales. Dicen que piensan en el cliente, pero defienden posturas egoístas que poco tienen que ver con el interés de éste
Hay asuntos que se empeñan en mantener una presencia activa en el debate público a lo largo del tiempo, como si resultara imposible alcanzar un acuerdo que supere la cuestión y la deje zanjada al menos para una buena temporada. Los cambios de Gobierno parecen momentos propicios para sacar a la luz otra vez aquellos temas que no quedaron debidamente resueltos, según el criterio de los que se consideraron perdedores con la última decisión.
A este esquema de flujo y reflujo responde todo lo relativo a la regulación del comercio, entre la que destaca, por su actualidad, que no por su trascendencia, el viejo asunto de los horarios comerciales. Al parecer, por lo escuchado hasta el momento, tocaría ahora la posición de recorte, traducida en una reducción del número de festivos en que se pueden mantener abiertos los establecimientos. Quien lo propone da la casualidad que es el mismo partido político que no hace muchos años estableció, por primera vez en nuestra historia, la libertad sin restricciones de los horarios comerciales. Sirva sólo este recordatorio para manifestar que todo cambia, si bien en lo relativo al comercio todas las propuestas, vengan del partido que vengan, tienen un claro tinte conservador, en el más genuino sentido de la palabra, ya que apuestan a toda costa por el mantenimiento de lo establecido, siendo este el principio rector de las diferentes actuaciones, lo que por cierto, no concuerda con el enfoque que se pretende dar a los demás sectores de la economía, en los que se apuesta por la modernización como imperativo de la competitividad.
'En muchos casos bastaría un cambio de puesto de trabajo para que se invirtieran las posiciones defendidas'
Sería, no obstante, un error atribuir a los políticos responsabilidades exclusivas, sin percibir que sus propuestas son aplaudidas o cuestionadas dentro del sector al que tratan de regular, en función del pensamiento de los directivos empresariales afectados. Las voces se dejan oír defendiendo, legítimamente, posiciones enfrentadas, para lo que se esgrimen multitud de argumentos en los que con demasiada frecuencia sobra visceralidad y se echa en falta un mínimo grado de racionalidad.
De lo que no cabe duda es de que unos directivos se alinean con posturas restrictivas, que reclaman limitaciones para que otros no puedan hacer lo que ellos no desean llevar a cabo por propia decisión en el seno de sus empresas. Ciertamente que nadie les obliga a modificar su política, pero no les basta con eso, sino que apuestan porque, ya que ellos no quieren utilizar la posibilidad de apertura, que ésta les sea negada a los que sí lo desean. Otros directivos, por el contrario, apuestan porque los grados de libertad de actuación sean crecientes, restringiendo la actuación administrativa a las situaciones en las que, precisamente en el uso de esa libertad, exista riesgo para la libre competencia. Desearían que en el comercio no hubiera otras restricciones que las comunes al resto de los sectores. Todos son directivos, pero sus opiniones están encontradas por la simple razón de que el enfoque del asunto que nos ocupa no se realiza desde el análisis de los principios y sí de las consecuencias esperadas, indudablemente económicas, para los diferentes proyectos empresariales en lo que se desarrollan sus actividades. En muchos casos bastaría un simple cambio de puesto de trabajo para que se invirtieran las posiciones defendidas.
Habiendo participado durante muchos años en el corazón de estos debates, sin haber obviado jamás la oportunidad de aportar mi reflexión, por muy hostil que fuera el entorno, creo que cuando se plantea un asunto como el de los horarios, se pone en cuestión algo mucho más profundo cual es el principio de libertad de la actuación empresarial. Las restricciones, las limitaciones, tienen siempre un claro contenido proteccionista que se contrapone a la clave del funcionamiento del mercado, es decir, a la competencia. Proteger lo establecido es lo más cómodo para los ya existentes, pero desincentiva la búsqueda de fórmulas nuevas que puedan restar un mejor servicio a mejores precios, motor que explica la evolución del mercado, y de los otros sectores, a lo largo del tiempo. A pesar de todo, esas nuevas fórmulas se instalarán y resultarán, por suerte, incontrolables, porque ¿me quieren decir qué horarios van a implantar para el comercio electrónico? Muchos de los directivos que se oponen a la libertad de horarios, o a su ampliación, actúan con una doble moral, que se evidencia dando un simple paseo por las calles de la ciudad o del pueblo una mañana de domingo. Verán establecimientos abiertos independientemente de que sea o no uno de los días permitidos. Por cierto, esta situación es conocida y consentida, por todas las Administraciones.
Surge también a lo largo del debate la referencia a si el consumidor tiene o no posibilidades de hacer sus compras con unos u otros horarios. Vuelve a ser un falso debate, porque bastaría con que un sólo consumidor deseara comprar cualquier día a cualquier hora y un establecimiento estuviera dispuesto a suministrarle, teniendo trabajadores que libremente aceptaran las condiciones, para justificar la apertura. En este conflicto entre opiniones directivas confrontadas, no parece difícil intuir quienes serán los que a largo plazo alcanzarán el éxito en el desarrollo de sus empresas.