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La opinión del experto

Su amigo Rockefeller

El autor ahonda en una de las mayores riquezas de las que presumía el multimillonario estadounidense: sus amigos y conocidos.Su gran mérito está en la capacidad para entablar relaciones de provecho

Rockefeller es amigo suyo. Y no me refiero al procaz muñeco de José Luis Moreno. Su amigo es el mismísimo David Rockefeller, cuyas memorias se publicaron el verano del pasado año y de cuya lectura, que le recomiendo, se desprenden las razones de su amistad, al menos potencial, con muchos de los lectores de Cinco Días. Y un Rockefeller no es una amistad cualquiera. Aunque el más notorio de los cinco hermanos de la segunda generación Rockefeller fue Nelson, quien intentó emular el modelo Kennedy de ejercicio simultáneo de aristocracia financiera, política y social, llegando a ser vicepresidente de Estados Unidos, probablemente fuese David el más influyente de todos. Su carrera profesional se desarrolló en el Chase Manhattan Bank, en el que los Rockefeller poseían el 5% de las acciones y del que llegó a ser jefe ejecutivo máximo, además de reputado coleccionista de arte y ciudadano activo (siendo, por ejemplo, uno de los promotores del complejo urbanístico de las Torres Gemelas).

La primera vez que leí la autobiografía de David Rockefeller, hace ya un año, me interesó su crónica de la evolución organizativa del Chase, de banco local a multinacional; el retrato de la fase filantrópica del capitalismo, ejercitada individual y voluntariamente y basada en valores puritanos, y la aparición de lo que hoy se llama responsabilidad social corporativa, ejercitada en conformidad institucional con códigos abstractos; así como su desapasionada descripción de los problemas entre los hermanos de la segunda generación Rockefeller, tan diferentes entre sí; así como los problemas que todos ellos tuvieron con sus hijos, que se educaron en los difíciles años sesenta. Estas razones ya valen la lectura del libro, crónica amable en las formas, pero realista y muy perceptiva, de los 'interiores' de las élites del país hegemónico en la segunda mitad del siglo XX.

Hace días, a raíz de una invitación para comentar en un seminario un antiguo documental sobre el estilo de trabajo de David Rockefeller como director general del Chase, he vuelto a releer sus memorias y me ha quedado patente que éste es también un libro de texto espléndido sobre cómo generar y mantener relaciones sociales productivas. Sin ellas Rockefeller no hubiese podido conseguir sus objetivos en la amplia variedad de actividades que le apasionaban: empresariales, sociales y familiares. Sus memorias ejemplarizan perfectamente las principales dimensiones para el análisis de una red de contactos. Estas dimensiones son:

Son las relaciones débiles, las que proporcionan informaciones y oportunidades

Primero, el tamaño de su red. Cuanto más amplia, mejor. La red de un directivo de unos 40 años debería comprender al menos unas 3.000 personas, con las que usted ha tenido alguna experiencia común, de cualquier tipo, que le dé pie a intentar contactarlas en caso de necesidad. Sólo en su autobiografía de Rockefeller menciona, por su nombre, cientos (y conocemos mucha más gente de la que recordamos su nombre).

Segundo, la relevancia de las llamadas 'relaciones débiles', los conocidos. Mientras que las 'relaciones fuertes', como familia y amigos cercanos, proporcionan apoyo emocional o ayuda en casos de necesidad importante, son las relaciones débiles aquellas que proporcionan informaciones, oportunidades y acceso. Es fascinante leer cómo Rockefeller está constantemente estableciendo lazos productivos con relaciones de segundo y tercer orden: conocidos de amigos o conocidos.

Tercero, la variedad de círculos sociales a los que tenga acceso. El criterio más importante de calidad de una red social es su heterogeneidad. Aquellos que son como usted no le añaden nada nuevo. La diversidad de contactos de Rockefeller en círculos internacionales, políticos, empresariales, culturales es la clave de su riqueza 'social'. Finalmente, su ubicación en esa red. Los brokers como Rockefeller ponen continuamente en contacto a grupos o personas que sin ellos estarían aislados: hacen favores constantemente.

Es obvio que su inmensa riqueza facilitaba enormemente a David Rockefeller la creación y activación de capital social. ¿Quién no quiere tener acceso a él? Pero lo interesante del libro es mostrar que, a pesar de esa ventaja de partida, no dejó de invertir horas sin fin en tejer su red de relaciones, porque era muy consciente de que el capital económico pierde valor sin un capital social que lo haga circular.

Pero al lector, sin duda con un capital económico nimio comparado con el de Rockefeller, lo que le ha de preocupar es su capital humano, sus competencias profesionales, y éstas también carecen de virtualidad sin un capital social que las haga conocidas y valoradas. Y una lección más de Rockefeller: la cortesía y afabilidad con que desarrollaba su red. Es legítimo que una red social sea instrumental, pero, cuando no se engaña en las expectativas de la relación y se intenta disfrutar de todos los contactos humanos, desde los más afectivos a los más operativos, las redes de relaciones satisfacen una profunda necesidad humana. Rockefeller le hubiera considerado parte de sus relaciones, en caso de necesidad e interés. Al fin y al cabo una red social aprovecha (casi) todo. Qué menos que responder en reciprocidad.

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