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Columna
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El papel de los organismos internacionales

Carlos Solchaga reflexiona sobre la crisis actual de credibilidad de los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio o el Banco Mundial

Como es sabido, la economía contemporánea se organizó a en torno a tres grandes organismos de cooperación, de los cuales dos de ellos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, se crearon inmediatamente después de la II Guerra Mundial, y el tercero, la Organización Mundial del Comercio, hubo de esperar para ponerse en funcionamiento hasta el final del siglo pasado, siendo sustituido mientras tanto por un Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (GATT) de adhesión voluntaria por parte de los distintos países. Los principios que guiaban estas instituciones eran el favorecimiento del desarrollo económico de todos los países, la reducción de los problemas de crisis cambiarias y de balanza de pagos mediante préstamos para el ajuste de las situaciones que los pudieron haber producido y el desarrollo del libre comercio, uno de los principales motores del crecimiento económico. Todo ello en el marco de un procedimiento de cooperación mutua, con reglas tan transparentes como fuera posible en un contexto multilateral.

A lo largo de los últimos sesenta años estos organismos han venido adaptándose al cambio de las circunstancias para tratar de cumplir con un éxito más bien modesto las funciones que tenían asignadas. Como su principal inspirador en el orden político internacional, la Organización de las Naciones Unidas, han pasado por épocas de desprestigio y momentos de graves crisis. Nunca pudo el GATT, ni ahora la OMC, hacer un programa efectivo de desarme arancelario y libertad de comercio a través de sus prolongadas y frustrantes rondas de negociación. Siempre fue criticado el FMI por la calidad de sus programas de ajuste, la asimetría en el trato a los países beneficiarios de sus apoyos, su tendencia a interferir con la soberanía política de los países, o su capacidad para proveer de liquidez suficiente al crecimiento económico internacional. Es igualmente evidente el fracaso global del Banco Mundial en sus programas para el desarrollo económico en los países atrasados. Hoy las diferencias de renta y de riqueza entre los países avanzados y los retrasados son mayores que hace medio siglo y sólo unos pocos de estos últimos han roto las cadenas del subdesarrollo.

Mirando esta experiencia, nada tiene de sorprendente la crisis actual de credibilidad de estos organismos. Seguramente no es más que la que experimentaron en 1971-1972 con la ruptura de los Acuerdos de Bretton Woods y la quiebra del Sistema Monetario Internacional o los diversos ataques que hubieron de sufrir cuando la crisis de la deuda internacional en la década de los ochenta, o con ocasión de las crisis cambiarias y bancarias de la década de los noventa del siglo pasado. El hecho de que, como se ha demostrado en el reciente acuerdo entre el FMI y Argentina, la filosofía del organismo haya desaparecido sin ser sustituida por otra que reciba el respaldo de la mayoría de los socios del organismo, que la Conferencia de Cancún se haya saldado con un fracaso que pone en tela de juicio la supervivencia a plazo de la OMC o que el Banco Mundial venga dando palos de ciego en los últimos años sobre cuáles deben ser las directrices de su política de financiación del desarrollo, podrían considerarse a la luz de la existencia azarosa de todos ellos, como otros problemas semejantes a los que ya se vivieron en otros tiempos.

Sin embargo, esta visión desdramatizadora de los actuales problemas no sería realista. Para juzgar la importancia de la crisis actual hay que reflexionar al menos sobre dos factores nuevos. El primero es la aceleración de la globalización económica por comparación al ritmo al que ésta tenía lugar en las décadas de los cincuenta, sesenta, setenta u ochenta del siglo pasado. Esta aceleración tiene al menos dos efectos: hace a todos los países más dependientes y más vulnerables a la interpenetración económica, por un lado, y la vertiente de la globalización que representa la revolución de las telecomunicaciones los hace, al mismo tiempo, más conscientes de sus diferencias de bienestar económico y de poder político de negociación, aumentando así la probabilidad de que se produzcan crisis de carácter irreversible. El segundo es la aguda crisis que atraviesa el principio de multilateralidad y la pérdida en el ranking de prioridades del objetivo del orden internacional consensuado en los diversos ámbitos de las relaciones entre las naciones que pueden llevar a un desprecio por la resolución de estos problemas y a una pérdida creciente del sentido de liderazgo y de responsabilidad moral de los países más privilegiados para proponer nuevos esquemas de funcionamiento de estos organismos.

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