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Columna
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La sucesión

Sin sorpresas en la elección del sucesor de Aznar. Más sorprendente, para Carlos Solchaga, es creer que la delegación de funciones en Rajoy como secretario del PP soluciona los problemas que plantea la bicefalia

o deja de llamar la atención el enorme relieve que ha tenido la designación por el Partido Popular del candidato sucesor de Aznar. Después de todo, no ha supuesto ninguna sorpresa aunque la gente informada creyera que el sucesor iba a ser Rodrigo Rato. La sorpresa hubiera sido que la sucesión hubiera recaído en Ruiz-Gallardón. Pero excluido éste, y casi el mundo estaba de acuerdo en su exclusión, los dos vicepresidentes del Gobierno estaban al 50% de probabilidades para alguien que no conociera los entresijos de la decisión, que éramos todos los españoles, con la excepción, quizá, de media docena que, sin duda, no pertenecen al escalafón de los múltiples enterados del país.

Tampoco ha sido una sorpresa el procedimiento totalmente alejado de los cauces participativos del partido. Al margen de la valoración democrática que la designación le merezca a cada uno, la personalidad de Aznar y la prudencia política tampoco permitían prever otro distinto del utilizado para la designación primero y aclamación posterior de Rajoy.

Más sorpresa produce el hecho de que la mayoría de los comentaristas parezcan creer que la delegación de las funciones como presidente del PP de Aznar en el nuevo secretario del partido, Rajoy, es una solución suficiente para los problemas que suele plantear la bicefalia. Se trata, en mi opinión, de un arreglo estético que los implicados tendrán que cuidar con mimo para que no les estalle entre las manos cada vez que ante una situación complicada sus puntos de vista difieran -y más de una habrá de presentarse de aquí al próximo mes de marzo- o cuando vayan siendo perceptibles los alineamientos de lealtades entre el viejo y el nuevo líder dentro del Partido Popular. Los que conocemos por dentro las organizaciones políticas sabemos que estas luchas de lealtades con sus componentes de oportunismo, a veces disfrazado de diferencias ideológicas o estratégicas insalvables, son mucho más deletéreas para la unidad y la imagen de un partido que las propias divisiones ideológicas.

También se ha especulado un poco tontamente sobre la supervivencia de la línea de política económica del PP con el nuevo candidato. Incluso si Rato hubiera quedado fuera de la reorganización del Gobierno la orientación de la política económica estaba fuera de todo peligro: ha sido uno de los activos de los Gobiernos de Aznar reconocido por la opinión pública, cualesquiera que hayan sido los méritos del Gobierno en la consecución de la misma, y nadie en su sano juicio se pondría ahora a reconsiderarla. Tampoco la oposición, si tiene sentido, debería discutir las líneas generales de la misma, sino la forma de complementarla desde el punto de vista distributivo o de consolidación del crecimiento a largo plazo eliminando sus puntos frágiles, que los tiene.

De los demás puntos básicos de la estrategia del PP se ha hablado poco. En particular de dos de ellos, que pueden ser fuente de desavenencias entre el presidente del Gobierno y el secretario general del partido y candidato a las próximas elecciones: la política exterior y los efectos de la decisión sobre la invasión de Irak (no sólo en relación con los propios acontecimientos de la posguerra en aquel país y su repercusión política en España en los próximos meses, sino también en el conjunto de nuestras relaciones exteriores con los países europeos y no europeos), así como de la difícil gestión de las relaciones centro-periferia dentro del Estado autonómico, que ha generado Aznar cuya Administración parece cada vez más difícil sin algún tipo de rectificación.

De modo que se ha escrito mucho sobre la sucesión y una gran parte con asombro injustificado por parte de aquellos que luego suelen admirar la capacidad profesional del Partido Popular para resolver favorablemente los problemas de imagen. Tampoco esto es una sorpresa después de todo.

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