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Columna
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Imperio de novicios

España va bien como se confirma cada día en los telediarios de TVE. Aquí todo son hitos históricos, ya se trate de inaugurar traviesa a traviesa cada trayecto de la red radial del AVE; de la estricta observancia del déficit cero, que otros son incapaces de cumplir; del crecimiento del PIB mientras cunde por doquier la recesión; de la creación de empleo y de su temporalidad; de los accidentes de tráfico, índice de desarrollo; del precio de la vivienda porque podemos permitírnoslo; del arribo de pateras cargadas de inmigrantes ilegales en busca del paraíso; de la forma en que hemos salido del rincón de la historia para poner por vez primera los pies encima de la mesa en el rancho grande de Crawford; del récord de reclusos alojados en los establecimientos penitenciarios que por fin supera los 55.000 con un incremento del 22% en apenas tres años; del aumento simultáneo de la delincuencia pequeña y grande, como corresponde a la sociedad de nuestros días; del chapapote que ha dejado las playas gallegas esplendorosas; de los vuelos en Yakolev 42, gloria de la legendaria aeronáutica ucraniana; del despliegue de la brigada Plus Ultra en la zona hortofrutícola iraquí que hemos subarrendado bajo mando polaco; de la rendición de cuentas democráticas a cargo de un presidente del Gobierno que ha comparecido más veces que ninguno de sus colegas en el Congreso de los Diputados, sin verse afectado por los problemas que erosionan a los compañeros de la terna de las Azores, George Bush y Toñín Blair, emplazados respectivamente ante el Congreso de Washington y el juzgado de lord Hutton; o del ejemplar relevo en la cúpula del PP efectuado con la precisión atribuida a los relojes suizos.

Partíamos, dicen quienes nos gobiernan, del legado socialista de paro, despilfarro y corrupción. Por eso, cuando llegaban tiempos de bonanza internacional sus repercusiones nos alcanzaban con retraso y de forma muy atemperada. Mientras que cualquier resfriado de los grandes de la economía internacional tendía a afectarnos con el síndrome de gravísima pulmonía.

Qué diferencia con este momento dulce al que nos ha llevado la sabia política económica del PP de la mano firme y experta de Rodrigo Rato secundado, y quien sabe si en ocasiones precedido, por la de Cristóbal Montoro.

Con estos timoneles ahora seguimos nuestra imperial travesía sin complejos mientras otras armadas que otrora parecían invencibles, como la de Alemania o Francia, andan naufragando sin dar con el rumbo conveniente hacia las islas afortunadas.

Claro que, frente a las realidades arriba enumeradas, siempre están al acecho los que ladran su rencor por las esquinas, aquellos que cuando el almirante Carrero se llamaban triunfalistas de la catástrofe, empeñados en negar los logros del aznarismo.

Estos inconformistas de plantilla parecen empeñados en la denuncia del 'capitalismo de compadreo', que tan bien define Pascal Bruckner en su libro Miseria de la prosperidad. La religión del mercado y sus enemigos que ha publicado Tusquets Editores. Viven obsesionados por las prácticas del lobbying, donde gana terreno el intercambio de favores entre el particular acaudalado y el político influyente, que de esta manera es poco a poco admitido en el círculo de los pudientes y termina por ver el mundo únicamente a través de los ojos y de los problemas de éstos.

Está fuera de discusión, como escribe Adair Turner en Capital justo, que el capitalismo liberal puede ser uno de los motores de la prosperidad, la libertad política y las perspectivas de paz, pero sólo si va acompañado de prácticas y acciones políticas que el electorado y los políticos sean libres de aceptar o rechazar y si las políticas adoptadas incluyen mecanismos para corregir las inseguridades y desigualdades que el propio capitalismo genera de modo inevitable.

Porque la euforia del pensamiento único y de la omnisciencia del mercado se degrada en un auténtico ultimátum del seguidnos o desapareced, es decir conduce al terrorismo de lo ineluctable que proclama las decisiones de la historia a las que corresponde plegarse. Así se genera el actual sentimiento de un fatalismo desenfadado, que nos conminaría a aceptar el orden superior del mercado sin ponerle trabas.

La cuestión que surge, después de todos estos aciertos mediante los cuales Aznar y los suyos nos acercan a ese hombre nuevo que tan infructuosamente se venía buscando, es si podrá continuar el proceso en el caso de que toda la visión de los neocons que acompañan al presidente Bush en Washington se venga abajo y acaba por descubrirse, como acaba de explicar Maureen Dowd en The New Cork Times, que los que están al frente del Imperio son una cuadrilla de novicios en el tobogán de las improvisaciones insostenibles.

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