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Columna
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Retrato de un presidente

Elegido el señor Rajoy como sucesor del presidente Aznar, la discusión a propósito de la retirada de éste y la valoración de sus ocho años en el poder centrarán durante las próximas semanas las discusiones en el escenario político.

A la hora de enjuiciar a la persona y su legado conviene destacar su insólita decisión de retirarse voluntariamente de la política activa cuando había alcanzado la cumbre del poder. El gesto, tildado por sus contrincantes políticos de soberbia, dibuja, sin embargo, algunos rasgos de la personalidad de Aznar y de su concepción de cuál ha sido la esencia y el estilo de su política.

Cabe sospechar que el presidente estuvo siempre convencido de que en el mundo de la política cada uno debe hacerse a sí mismo. Examinando su carrera, aparece claro que su éxito fue debido en buena parte a la firmeza de sus convicciones y a la dureza de su puesta en práctica -cualidades que pocos de sus rivales apreciaron, seguramente, por carecer de ambas-.

Cuando deje su cargo, el actual presidente del Ejecutivo legará una visión política de España que Rajoy y sus colaboradores harán bien en revisar, pero no en desechar La retirada voluntaria de Aznar debería propiciar una reflexión ecuánime sobre las virtudes y las carencias que constituirán su legado político

Por ello, y aun cuando jamás lo dejó traslucir, es seguro que Aznar utilizaba habitualmente un filtro pragmático para escoger las piezas del rompecabezas político, lo cual se tradujo en una visión de la vida política española como un estado de tensión equilibrada entre fuerzas contrarias con la esperanza de que ello favorecería su control sobre ellas.

Pero la contrapartida fue no sólo que desdeñó el tan manido concepto del 'consenso', sino que raramente llegó a apreciar las virtudes cívicas de otros políticos con quienes hubiera debido mantener una relación más generosa para mayor beneficio del país.

No es seguro que conociese la definición de Carl Schmitt de la constitución como ' armisticio temporal', pero de haberla leído no la hubiera compartido. Así se explican sus relaciones con el nacionalismo vasco, un problema que, como cáncer maligno, ha ido agigantándose y acaparando su quehacer político.

Probablemente Aznar se sintió traicionado por no haber advertido desde el principio que el Partido Nacionalista Vasco (PNV) jugó siempre con cartas marcadas, como probablemente le advirtió Mayor Oreja, y el choque inevitable entre su visión de la España constitucionalmente unida y las aspiraciones nacionalistas vascas -y en menor medida catalanas- afloró y exacerbó lo que de más negativo había en ambas posturas encontradas y anuló las escasas posibilidades -inexistentes en el caso del PNV, a juzgar por las recientes declaraciones de Arzalluz- de alcanzar un acuerdo razonable.

Su interpretación de la realidad social y económica de la vida española estuvo teñida de claroscuros.

A una sociedad secularizada no supo darle el ejemplo que hubiera supuesto explicar a la Iglesia católica -y a ciertas de sus organizaciones más militantes- que no podía pretender un trato de favor o aspirar a la desaparición de las fronteras que separan actitudes cívicas de lealtades ultramontanas, aunque el sectarismo de la oposición no ayudó a encontrar fórmulas razonables de entendimiento.

Encarnó la paradoja que suponiéndosele liberal en economía y conservador en lo social resultó incapaz de ofrecer una visión articulada a una sociedad paralizada por la estulticia y banalidad de actitudes y comportamientos sociales; por otro lado, la errática naturaleza de sus concepciones económicas le inclinó a un intervencionismo que desmintió sus confesiones en pro de un capitalismo liberal y le prestó a ser blanco de acusaciones achacándole excesiva complacencia ante los abusos que ciertos grupos capitalistas cometían, primero contra el propio capitalismo y, segundo y cuando lo consideraban necesario, las manipulaciones del marco legal que delimitaba su actuación.

Su visión de la política exterior estuvo dominada por el propósito de reforzar la posición internacional de España. Aznar rechazó el papel de nuestro país como comparsa de Francia y Alemania en la Unión Europea y prefirió alinearse más en el campo de Estados Unidos que en el de sus detractores.

Pero para su desgracia, y para la desgracia de la política exterior que buscaba, careció de colaboradores capaces de estudiar las tácticas y perfilar adecuadamente los detalles y de interlocutores ilustrados en la oposición.

Probablemente por eso, su quehacer en este terreno se caracterizó por la impaciencia -Gibraltar es un buen ejemplo- y la impericia en la plasmación de fórmulas de compromiso con las grandes potencias favorables para los intereses españoles -el incondicional apoyo y el envío de tropas a Irak así lo demuestran- que acabaron constituyendo sus principales defectos.

Si su idea inicial de la política adecuada para la España de entresiglos era la de un equilibrio entre conservadurismo y liberalismo, entre centralismo y autonomías, sus adversarios políticos, y en muy buena parte sus consejeros y partidarios, lo impidieron pronto.

Su adustez e incapacidad para aceptar algunas posiciones de sus adversarios provocaron en estos un constante y despiadado ataque dirigido no sólo a sus posturas políticas sino, también, a sus creencias democráticas y a sus convicciones éticas.

Cierto que determinados rasgos personales eran poco atractivos, pero a menudo quienes le atacaron centraron su empeño únicamente en magnificar esos defectos e identificarlos con un estereotipo propio de los personajes más tenebrosos de nuestra leyenda negra.

Tan sesgadas descalificaciones no justifican, sin embargo, sus carencias para conectar en algunos asuntos con la sensibilidad de la opinión pública.

Casos como el desastre del petrolero Prestige, la reacción sindical al decretazo o el apoyo español a la intervención militar en la guerra de Irak muestran su incapacidad para comprender que gobernar en una democracia no es sólo adoptar medidas impopulares pero necesarias sino, igualmente, debatirlas con la oposición, salvo que esta prefiera hacer política en la calle y, sobre todo por obligado, explicarlas humilde y pacientemente a una sociedad capaz de comprenderlas y aceptarlas en buena medida si se las razonan y fundamentan, en lugar de imponerlas basándose en que el gobernante sabe mejor lo que le conviene a esta.

El año próximo, cuando Aznar abandone la escena, legará una visión política de España y sus problemas que Rajoy y sus colaboradores harán bien en revisar, pero no en desechar. Muchos le recordarán con nostalgia, pero no pocos de sus conciudadanos se alegrarán de su marcha.

No habrá sido, ciertamente, un político querido, pero sí temido y respetado; y esa combinación es, precisamente, la que define a los pocos políticos que han entrado en la historia del conservadurismo español.

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