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Tribuna
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El coste de la privacidad

Tanto la Unión Europea -a través de su directiva sobre datos personales en las telecomunicaciones-, como el legislativo español -en la ley sobre el comercio electrónico- han optado por proteger la privacidad de los consumidores frente al marketing directo. A grandes rasgos, se ha impuesto la necesidad del consentimiento previo por parte de los sujetos que vayan a recibir publicidad por medios electrónicos; la alternativa hubiese sido la exclusión voluntaria, de manera que no se enviase publicidad a quienes expresamente hubiesen manifestado no desearla.

Siendo loable cualquier medida que proteja los intereses de los habitualmente indefensos consumidores, cabe plantearse si las limitaciones así establecidas respecto a las posibilidades de marketing por parte de las empresas son realmente ventajosas para alguien.

Disponer del consentimiento previo de cada potencial cliente es una opción muy cara: requiere un gran procesado de datos y limita las acciones de marketing e información por parte de las empresas, lo cual sin duda repercutirá sobre el precio final a los consumidores. Además, si no se implementa de forma rigurosa, resulta más engañoso y molesto a los usuarios que un sistema de exclusión voluntaria.

La exclusión voluntaria se implementaría gestionando una lista de usuarios que no desean publicidad, con lo que antes de realizar una comunicación no solicitada, habría que comprobar que el ciudadano objeto de la comunicación está inscrito en la lista de exclusión o no.

La gestión del listado la podrían llevar a cabo asociaciones de empresas, organizaciones de marketing, grupos de consumidores o incluso la propia Administración.

No cabe duda de que el usuario que desee aparecer en la lista habría de realizar el esfuerzo de inscribirse en las listas de exclusión para no recibir más comunicados, pero si el régimen se establece convenientemente, la intimidad de los usuarios quedaría protegida a cambio de un mínimo esfuerzo.

Así, los usuarios no se verían perjudicados y las empresas podrían acceder a medios más económicos para realizar sus campañas de publicidad.

A los ciudadanos sólo habría que informarles sobre la forma de inscribirse en una lista que tendría que ser actualizada con frecuencia y se le evitaría tener que ir gestionando relaciones empresa a empresa.

Pero aún hay más: al regular mediante consentimiento expreso se hace daño a las empresas españolas, estableciendo limitaciones que otras empresas no iban a tener. Todo parece indicar que en Estados Unidos las empresas optarán por un 'código de buena conducta' y seguirán las indicaciones de una lista respaldada por la Asociación de Marketing Directo.

Si un ciudadano descuidado ha cedido su dirección de correo electrónico, una empresa de Estados Unidos, por ejemplo, podría enviarle publicidad.

Así, cualquiera de nosotros, clientes potenciales de una empresa, podría recibir una oferta de alguna compañía, interesarse por ella, utilizar la tarjeta de crédito y pagar por un bien o servicio adquiridos que las empresas nacionales ni siquiera podrían habernos ofrecido. ¿Quién iba a evitarlo?

Las fronteras de la Unión Europea no son óbice a los servicios de comunicaciones, la globalización de la sociedad de la información es ineludible y resulta necesario el consenso internacional para evitar la imposición de mayores costes sobre los usuarios, a la vez que se limitan las oportunidades de negocio.

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