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Columna
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Ayuntémonos todos

Titula su libro Jorge Wagensber, convertido ya en un clásico, Si la naturaleza es la respuesta ¿cuál era la pregunta? (Tusquets Editores, Barcelona 2003). Y el inicio ayer de los trabajos de la Comisión Parlamentaria de Investigación, constituida en el seno de la Asamblea de Madrid a propósito de la alteración de los resultados electorales en la comunidad, debería llevarnos a una reflexión análoga, de forma que si la corrupción a la vista es la respuesta, nuestra indagación debería encaminarse hacia la averiguación de cuál era la pregunta de partida. Entonces enseguida acabaríamos cantando a coro una nueva versión de la Internacional donde en la estrofa que comienza Agrupémonos todos en la lucha final debería sustituirse el verbo agrupémonos por el de ayuntémonos. Porque es en los ayuntamientos donde está la madre del cordero de la corrupción urbanística, que es la madre de casi todas las corrupciones.

Vayamos al diccionario para repasar las acepciones del término ayuntamiento. La primera es la acción y efecto de ayuntar o ayuntarse. La segunda es la de junta o reunión de personas para tratar algún asunto. La tercera es la corporación compuesta de un alcalde y varios concejales para la administración de los intereses de un municipio. La cuarta es la casa consistorial. La quinta, cópula carnal, y la sexta remite al alguacil del ayuntamiento. Pueden parecer muy distantes, pero son coincidentes. Enseguida se ve que hay mucho ayuntamiento, que quienes se ayuntan para nada es preciso que sean del mismo partido, que la corrupción es un fenómeno transversal y que puede llevarse a cabo sin necesidad de ese instrumento anacrónico del maletín.

Escribe nuestro autor del primer párrafo en uno de sus aforismos que el viejo dilema de qué fue antes, el huevo o la gallina, hace tiempo que tiene solución: fue el huevo, aunque, claro, no era de gallina. De manera rotunda hemos sustituido la antigua consigna de 'la tierra para quien la trabaja' con el sudor de su frente por otra mucho más moderna que se compendia en 'la tierra para quien la recalifica'. Y añade que la selección natural favorece al seleccionado, mientras que la selección artificial favorece al seleccionador. Es decir, viniendo a lo nuestro que la recalificación artificial favorece al recalificador, que es lo que queríamos demostrar.

Todo lo anterior viene a probar que convendría hacer una enmienda a la totalidad al consagrado principio de subsidiariedad tan caro a la democracia cristiana y a los tratados de la UE. La experiencia prueba que el poder más cercano es el más influenciable por las clientelas y termina en muchos casos por ser cautivo de ellas o en amistosa simbiosis de intereses y ventajas. Desde Jesús Gil y Gil en adelante la enumeración de casos podría ser abrumadora.

Sucede que los ayuntamientos parecen haber descubierto un nuevo petróleo no en el subsuelo de las prospecciones sino en el suelo de las recalificaciones. Andan metidos en unos gastos disparados y necesitan alimentar la caldera mediante operaciones urbanísticas y han dado en pensar que el suelo puede financiarlo todo, como si fuera un filón inagotable. Lo mismo da un polideportivo, que una casa de la cultura o un club de la tercera edad, que tanto agradecen los electores. Otra cosa es que todos estos dispendios sean asumidos por el comprador de la vivienda a quien se los repercute con toda limpieza el promotor. Pero todo este sistema sólo funciona si se asegura la escasez. Por eso David Anisi escribió aquel certero ensayo dedicado a los creadores de escasez, pieza clave de la cuestión.

En resumen, como explicaba a un periodista amigo un abogado de asuntos urbanísticos, la vigente ley del suelo se resume en un artículo único: hay que hacer lo que diga el ayuntamiento que corresponda. Las reclamaciones, como dice el refrán, al maestro armero, es decir, a los tribunales, que cuando dan la razón al reclamante ya está arruinado por las deudas y los intereses de los créditos a los que ha debido hacer frente con la puntualidad exigida por los bancos y cajas de ahorros. Tampoco cabe esperar de las gentes del lugar defensa alguna de los valores del patrimonio arquitectónico o paisajístico porque se han instalado hace tiempo en la mentalidad del dinero inmediato sin atender a la destrucción irreversible que pudiera resultar. Han hecho suya la consigna de ¡enriqueceos¡, lanzada por aquel ministro de Economía y parecen decididos a que todo quede enladrillado si es a buen precio.

Además, cuando los que vienen de fuera se aficionan y dan en ser ecologistas ilustrados, son los propios habitantes quienes los impugnan aduciendo su resistencia a convertirse en las figuritas del nacimiento, mero decorado humano para el disfrute vacacional ajeno. Así que ¡ayuntémonos todos! O si se prefiere, todo por la pasta. Continuará.

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