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La Atalaya

Córcega y Quebec

Conocida es de todos la respuesta dada por D. Eugenio d'Ors a un joven que al descorchar una botella de carísimo champán derramó una gran parte de su contenido porque quería experimentar una nueva forma de abrir la botella del espumoso. 'Joven, los experimentos, con gaseosa'. Eso es exactamente lo que los corsos dijeron el domingo a Jacques Chirac y a su primer ministro, Jean-Pierre Raffarin, al rechazar por una engañosa pequeña mayoría el proyecto de autonomía para Córcega, primer paso para una ambiciosa reforma constitucional que debería convertir a Francia en una República descentralizada, tal y como Chirac y Raffarin habían prometido durante su campaña electoral. Y digo lo de 'pequeña mayoría engañosa', porque si bien es verdad que en el cómputo total de sufragios emitidos el no sólo se impuso por 1.800 votos, un análisis pormenorizado de los resultados demuestra que las dos grandes ciudades de la isla, Ajaccio y Bastia, rechazaron la propuesta gubernamental, apoyada por socialistas e independentistas, por un abrumador 75%.

El rechazo al proyecto de autonomía para Córcega supone un frenazo en seco a uno de los proyectos políticos más ambiciosos de Chirac-Raffarin: la reforma constitucional de la República. Los corsos no han querido aventuras autonomistas y, en la mejor tradición de su paisano Napoleón Bonaparte, han recordado a los políticos de París que Francia es una e indivisible porque si dejara de serlo ya no sería la Francia republicana y centralista, impuesta en lo militar por Napoleón y en lo laico por Jules Ferry. El rechazo a un proyecto descentralizador acarreará la reconsideración de otros proyectos descentralizadores, como la reforma educativa, basada en el traspaso de algunas competencias a las regiones, y que, tras las huelgas de hace unos meses, ha sido aplazada.

Lo ocurrido el domingo en Córcega recuerda lo acontecido en Quebec, donde el referéndum soberanista ha desaparecido del debate político, tras la derrota de los independentistas en la última consulta popular de 1995 y la decisión del Tribunal Supremo canadiense de 1998 de exigir una mayoría muy cualificada para cualquier intento futuro de secesión. Durante el discurso de apertura del Parlamento de Quebec, el triunfador de las últimas elecciones y nuevo primer ministro de la provincia, el liberal Jean Charest, que con un 60% de los votos arrebató el poder a los independentistas del Partido Quebequés, no mencionó el soberanismo en su intervención. Algo normal en un político como Charest, que comparte partido con el primer ministro canadiense, Jean Chrétien, otro nativo de Quebec. Lo que resultó ciertamente anormal es que, en su contestación, el derrotado independentista, Bernard Landry, tampoco hiciera la más mínima alusión a una posible futura secesión. Ambos dedicaron sus intervenciones a la situación económica y a los remedios para evitar que, por ejemplo, la presión fiscal que soportan los siete millones de habitantes de la provincia sea la mayor de América del Norte y un 27% mayor que la media de las regiones canadienses. El secreto está en la alternancia de los partidos en la gobernación de Quebec. Sería interesante que los dirigentes nacionalistas vascos, tan declarados admiradores del Partido Quebequés, analizaran la situación real en esa región canadiense. Descubrirían que Quebec envidia la asimetría autonómica española, que, permite, entre otras cosas, el Concierto Económico vasco.

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