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Columna
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Moción de censura contra la oposición

Aznar se comportó en su último debate del estado de la nación como lo hacía en los anteriores a su llegada a la Moncloa. Pero no sólo por lo que le imputó José Luis Rodríguez Zapatero (haber recurrido al todo vale para llegar al poder y seguir valiéndose de todo para permanecer en él), sino también porque de la oposición pasó a ejercer la oposición frente a la oposición desde el primer día de su Gobierno. Por eso defraudó a quienes esperasen un balance de sus siete años al frente del poder ejecutivo. En realidad continuó ajustando cuentas con el pasado, con el más lejano de los Gobiernos socialistas y con el más próximo por el rechazo a sus políticas sociales, contestadas con una huelga general, y a su alineamiento incondicional con Bush en la guerra de Irak, repudiado también con manifestaciones tan numerosas y generalizadas que no se recordaban en España desde hacía muchos años.

Ya en su primera réplica le negó el pan y la sal al líder de la oposición, pasando por aventurarle que podía no llegar ni a ser candidato en las próximas elecciones. Pero al mismo tiempo dejaba de reparar en él mismo, sin percatarse de que al menos en este último debate debía demostrar una cualidad de toda persona de Estado y que había aprendido a ser presidente de un Gobierno democrático por encima de su ejerciente presidencia partidaria.

La cualidad no adquirida es la de ensancharle las perspectivas al país que se ha gobernado, desde la comprensible evaluación positiva de lo realizado hacia las metas que quedan por alcanzar o, incluso, si el triunfalismo no ciega demasiado la visión, para encauzar los problemas que no se hayan podido solventar.

Pero Aznar no ha querido o no ha sabido llegar a esa altura de miras, que habría sido conveniente para alentar en sus futuras tareas a quienes le sucedan en el cargo. No elaboró un discurso para dar cuenta de un proyecto político en ejecución, que para ser creíble siempre ha de reconocer las lagunas que impone la realidad y recoger los matices aportados desde otras posiciones que reflejan la rica pluralidad de nuestro país, para no caer en el sectarismo que divide y enfrenta. Por ejemplo, que a pesar del crecimiento del empleo nuestra tasa de paro sigue siendo la más elevada de Europa, especialmente preocupante entre mujeres y jóvenes, y que la productividad del trabajo ha caído casi dos puntos, por el exceso de precariedad laboral y el defecto en I+D+i, como ha vuelto a indicar el Eurostat el mismo día que se cerraba el debate en el Parlamento español. Aznar se confeccionó un banderín de enganche para el combate, sin margen para el diálogo con los diferentes ni para la reflexión de sus hinchas. Sólo dio pie al rifirrafe con los primeros y al jaleo constante de los segundos.

En ese clima, caldeado de antemano, se dejó envolver el máximo dirigente del PSOE, quien quizá confundió la dureza que le reclamaban sus allegados con la negatividad. La burda manipulación partidista por parte del Gobierno de los pactos suscritos con la oposición, como el de la justicia e incluso el antiterrorista, cuajado precisamente a instancias del PSOE, y los engaños al Parlamento y a la nación entera en relación con la invasión de Irak, reiterados con altanería y desfachatez en el propio debate, le habían hecho merecedor de la mayor severidad en la crítica. Pero negar por sistema avances constatables -aunque no sean del todo méritos gubernamentales- debilita la credibilidad en las críticas y a continuación difumina la atención sobre las propuestas alternativas.

Los debates sobre el estado de la nación fueron una saludable aportación al funcionamiento democrático para que, entre otras cosas, la ciudadanía pudiera discernir entre lo que íbamos ganando o perdiendo como país con unos en el Gobierno y lo que podíamos perder o ganar con otros en la oposición. Pero los usos y costumbres de los dirigentes en esos debates los han reducido a la simplista medición de quién ha ganado, valorándose más el filo de los espolones de los gallos en la pelea que la labor y las propuestas de los más altos dignatarios de la soberanía popular.

Si estos últimos parámetros pudieran aplicarse para evaluar el resultado del último debate, Zapatero quedaría mejor valorado, incluso por no haber llegado a la virulencia del presidente en las respuestas. Pero, dados los clichés establecidos, Aznar fue el más agresivo en su última moción de censura contra la oposición.

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