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El veredicto de las urnas
Columna
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Ahora, la sucesión

Los resultados de las elecciones municipales y autonómicas celebradas el domingo plantean al Gobierno la tarea de afinar su política económica. Dos expertos analizan los resultados y sus consecuencias

Las elecciones municipales y autonómicas del pasado domingo han mostrado que los ciudadanos españoles son más sensatos a la hora de depositar su voto que a la de participar en manifestaciones y algaradas callejeras.

Para desconsuelo de algunos y alivio de muchos, episodios como el fallido decretazo, la incompetente gestión del Prestige y la autista política de apoyo a la intervención americana en Irak parecen haber pasado una factura más bien escasa al Partido Popular (PP) y a su presidente, el señor Aznar.

La oposición ruidosa pero un tanto huera del PSOE e Izquierda Unida (IU) no les ha otorgado los réditos esperados, tanto más si se tiene en cuenta que el partido en el poder, el PP, debía sufrir, además, la erosión de casi tres años de Gobierno y de unas circunstancias económicas grises, por calificarlas con un cierto optimismo.

El otro rasgo relevante es que la ilegalización de Batasuna no ha ocasionado ninguna de las consecuencias dramáticas pronosticadas por los nacionalistas vascos: prosigue el descenso del respaldo electoral a ETA, del cual se beneficia el Partido Nacionalista Vasco (PNV), pero sin que ello le permita desalojar a los partidos constitucionalistas de la Diputación Foral de Álava ni de los ayuntamientos de esa ciudad o de San Sebastián.

Por último, la incompetencia con que el Partido Popular gestionó el dramático accidente del Prestige, tanto a escala central como autonómica, no le ha erosionado de forma dramática gracias a los cuantiosos fondos derramados sobre afectados y aprovechados, y a que en algunos grandes municipios los ciudadanos gallegos han podido comprobar directamente la incompetencia y los fallos de gestión del nacionalismo más o menos radical del BNG.

Pasadas, pues, las elecciones, cabría esperar que el Gobierno del señor Aznar dedicase su atención a algunos problemas económicos trascendentales para el futuro del país; problemas cuyo planteamiento ha venido hasta ahora esquivando con uno u otro pretexto. Cierto es que no son buenos los tiempos de tribulación para emprender mudanzas, pero algunas de esas cuestiones no admiten mucha espera y, por añadidura, figuraban entre las señaladas en el programa electoral de las elecciones generales del año 2000 y, no ya su solución sino al menos su planteamiento y discusión, se han venido hurtando a la opinión pública.

Cuestiones como la reforma y liberalización del mercado de trabajo, de la electricidad, de los hidrocarburos y de las comunicaciones, el régimen de pensiones públicas, la sanidad, el gasto farmacéutico, el suelo y la vivienda, el sistema fiscal autonómico y local, así como el apoyo decidido a la investigación, entre otras, figuran en la lista de capítulos pendientes del Gobierno.

Un Ejecutivo que ha pretendido alardear de reformador estaría obligado, si no a haber resuelto estas cuestiones, sí, al menos, a haberlas planteado de forma clara y razonada, explicando a los ciudadanos que quedan pendientes tareas delicadas que acometer y que su primer deber reside en explicar las opciones y proponer medidas razonables en lugar de decretos inoportunos y poco meditados, por mucha razón de fondo que en alguna cuestión le asistiese.

No voy a entrar en el análisis de la política exterior ni en sus posiciones respecto a la reforma del entramado institucional de la Unión Europea, pero esa relación de problemas económicos pendientes no debe ocultar los éxitos logrados por la política de este Gobierno en terrenos tan relevantes como el control del déficit público, fantasma que azota a países europeos tan significativos como Alemania, Francia, Portugal o Italia -los tres primeros, por cierto, gobernados en el pasado o en la actualidad por Gobiernos socialistas-.

Pero aun cuando el Partido Popular pueda afirmar legítimamente que ha superado una difícil prueba, harían mal sus dirigentes en tentar de nuevo la suerte e ignorar las dos grandes tareas que les aguardan si quieren mantenerse en el poder. Esas dos tareas, íntimamente ligadas la una a la otra, son la elaboración de un programa coherente y la elección del sucesor de José María Aznar.

Es difícil enjuiciar cuál de las dos tareas es más ardua, pero sí me parece claro que la segunda es más urgente -entre otras cosas porque condicionará inevitablemente la primera-.

Por ello cabría esperar que el presidente del Gobierno y del partido no malinterprete los resultados del 25 de mayo como un plebiscito personal y demore la elección de su sucesor.

Esa rápida decisión, complementada por la cesión del testigo en el diseño del programa electoral y un apoyo sin protagonismos en la campaña -que se abrirá sin duda a la vuelta del verano- definirán cara al futuro la verdadera talla política de José María Aznar.

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