España, acomplejada
El Gobierno Aznar nos lleva a la guerra contra Irak. Proclama que alineándose así con los fundamentalistas del presidente George W. Bush cumple la misión de sacar a España del rincón de la historia, cuando en la práctica procede a arrinconar a nuestro país, deteriorando nuestras relaciones con los países iberoamericanos y con los países árabes, en especial con los asomados como nosotros al Mediterráneo.
Pero, después de invocar unos principios que hubieran valido para cualquier otra actitud, de tergiversar las obligaciones de la legalidad internacional, de saltar por encima de las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de incumplir las prescripciones del Tratado de Niza de la UE, de investirse de una pretendida coherencia, Aznar ha vuelto a dar la versión de una España acomplejada.
Primero el presidente del Gobierno en su intervención ante el Pleno del Congreso de los Diputados del martes 18 quiso imponer a España obligaciones adicionales surgidas de sus propias vulnerabilidades, como si la lacra del terrorismo de ETA nos atara de modo mecánico e irreversible a las decisiones de Washington. Repitió que España no puede mirar hacia otro lado, que a España le conviene que existan reglas claras que sean cumplidas y que el vínculo atlántico supone compartir la libertad y la democracia de sociedades abiertas y plurales, basadas en la igualdad ante la ley y en los derechos humanos. Pero desde Walter Laqueur, por no decir desde Tucídides, sabemos que el terrorismo tiene probada su incapacidad para imponerse a las democracias mientras que la forma en que sea combatido puede dejar graves secuelas de erosión en la vigencia de los valores que les sirven de fundamento distintivo.
Porque Aznar, después de tanto tronar desde la impaciente oposición contra cualquier atajo que bordeara el Estado de Derecho en la batalla antiterrorista, de conspirar con los implicados en el GAL como los hermanos Amedo hasta rozar la estabilidad institucional, de mostrarse como una vestal obsesionado en la denuncia de cualquier irregularidad de la que exigía responsabilidad directa a Felipe González, del que trazó la figura del más negro asesino, ahora nada tiene que decir de los inaceptables procedimientos a los que se acoge su amigo Bush.
Tantas horas de intimidad en Camp David y en el rancho de Tejas, compartidas con Laura y con Ana, sin que conste ni siquiera la más dulce objeción a la barbarie jurídica de los presos acumulados en la base militar de Guantánamo en cuya nómina figura, según sabemos, un español por el que seguimos esperando que se interese.
Tampoco ha trascendido denuncia alguna suya frente a los cientos de personas que permanecen retenidas por la policía en EE UU sin que se les hayan formulado cargos en flagrante vulneración del hábeas corpus, según el cual tras las primeras 48 horas debieran pasar a disposición de la autoridad judicial conforme a las normas más elementales del Estado de Derecho. ¿Por qué ha de tener Bush patente de corso en materia de derechos humanos? ¿Por qué mirar para otro lado en lugar de advertir con la lealtad de un aliado sin complejos que esos atajos están excluidos para todos? ¿Para cuándo deja ilustrar a Washington sobre la inutilidad de entregar a tribunales militares la competencia en materia de terrorismo, cuestión sobre la que España tiene experiencia y know how incontrovertibles?
Es un sinsentido alinearse en primera fila en las Azores, desmentir durante meses cualquier compromiso militar y acabar cantando la gallina de nuestra participación, eso sí, llena de seguridades para enmascararla bajo la etiqueta acomplejada de una misión de apoyo humanitario. Si las razones y principios invocados a favor de la guerra son tan contundentes, es inexplicable presentar nuestra contribución con semejante timidez y dar de nuevo la imagen de una España acomplejada. La coherencia de que blasona Aznar debería haberle llevado a reclamar para nuestros efectivos un puesto de combate entre los de mayor riesgo y fatiga, como señalan, siguiendo pautas honorables, las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas. Si para ello debe solicitarse la aprobación de las Cortes Generales, mayoría sobrada tiene el Gobierno que se la garantizaría en una votación.
Eso de simular que vamos de camilleros nos deja en mal lugar y además queda desmentido con la presencia de las unidades del arma de Ingenieros del Ejército de Tierra con capacidad de desminado y desactivación de explosivos, tareas por completo ajenas a las humanitarias invocadas. ¡Qué espectáculo!