De Romanones a la oposición
José Manuel Morán asegura que los Gobiernos optan cada vez más por legislar mediante los reglamentos de las leyes. El autor subraya que es una forma de hurtar del debate público la mayor parte de los temas decisivos
Cuando es posible que se esté a pocas fechas del comienzo de una guerra, que según los voceros de sus promotores se hace para liberar a la humanidad del riesgo de las armas de destrucción masiva que esconde el régimen de Irak, los medios de comunicación anuncian que EE UU dispone ya de una superbomba que hará huir despavoridos a los iraquíes. Tal artefacto, que nadie ha tildado de proyectil concebido para la mortandad generalizada dado que está en manos de un Estado que da muestras de defender los derechos humanos incluso con los prisioneros que tiene en Guantánamo, puede, por tanto, que se experimente sobre el terreno en los próximos días. Y que se haga con el mismo rigor empírico con que se aplicaba el napalm en Vietnam, para ver correr a niños desnudos huyendo de las detonaciones y de las consecuencias de la capacidad tecnológica y balística de lo que entonces algunos llamaban la era tecnotrónica.
De entonces para acá han cambiado tanto los tiempos que ahora, por desgracia, ya no habrá fotos que traigan a las primeras ni a los telediarios los horrores de la guerra.
Ni cabe esperar que los medios se hagan eco de otras informaciones que las que se vaya a permitir que se conozcan, quizá porque ya no quedan editores con los afanes amarillistas que lucía Walter Matthau en Primera plana.
No es cosa de que las opiniones públicas, que a veces dejan de ser silenciosas y sumisas, pasen a decir sonoramente que no están de acuerdo
Pues no es cosa de que las opiniones públicas, que a veces dejan de ser inexplicablemente silenciosas y sumisas, pasen a decir sonoramente que no están de acuerdo. O, lo que es peor, a poder pensar por sí mismas, sacar sus conclusiones del riesgo que se está viviendo y disentir de las supuestas verdades que se difunden desde el establecimiento.
Y es que como ocurriese entonces, cuando se empezó a tener consciencia de lo que estaba ocurriendo en las aldeas y arrozales del sureste asiático, por más que los Gobiernos se empeñen en tratar de urdir razones para justificar lo injustificable, es probable que se esté a las puertas del nacimiento de una nueva contracultura.
Que ya no podrá ser como la que describiese Roszak cuando no existía Internet, pero que al igual que aquélla volverá a rechazar los eslóganes y argumentaciones alambicadas destiladas desde los aledaños del poder.
Pues hoy, como ayer, el poder gusta de mostrar la realidad desde una óptica fundamentada sólo en las razones que le suministra una tecnocracia especializada en sustentar los intereses de los que deciden.
Yque desde sus disquisiciones contribuye a hurtar del debate público la mayoría de los temas decisivos, aludiendo a la complejidad de los mismos o a la necesidad de que se aborden desde conocimientos exclusivos que quedan lejos del alcance del común de los mortales. Incluidos los que se sientan en los escaños parlamentarios y que según la retórica al uso son los depositarios de la soberanía popular.
Tal proceder no es nuevo, ya que se mueve en las mismas maneras por las que los Gobiernos eluden acudir a legislar mediante leyes que lleguen al detalle y se emboscan en desarrollarlas mediante reglamentos posteriores que escapan al debate público. Y que permiten decidir al arbitrio de lo que en cada momento puedan argumentar los que dicen que entienden y lo hacen favorablemente a las tesis del Ejecutivo correspondiente.
Que es más o menos lo que va a ocurrir cuando se tramite el reciente proyecto de Ley General de Telecomunicaciones. Ya que, aunque se hace con el fin de transponer directivas, ni siquiera se acomoda a transcribir en su articulado algunos de los preceptos contenidos en aquéllas. Y deja, como se viene haciendo desde la época del conde de Romanones, el desenlace legislativo para los reglamentos sucesivos.
Con la diferencia de que mientras don Álvaro de Figueroa no tenía rubor en decir que no le importaba que otros hiciesen las leyes siempre que él pudiese dictar los reglamentos, hoy los que gobiernan no tienen el gracejo del político alcarreño ni tampoco su desparpajo. Pero han aprendido sobradamente aquellas mañas que permiten decidir sin tener que hacerlo cara al público.
Lo malo es que se empieza por coger tales maneras, se sigue por rodearse de supuestos expertos y aduladores apasionados y se acaba creyendo que todo el monte es orégano. Y que se puede suscribir hoy un comunicado en un Consejo Europeo extraordinario y correr a la semana siguiente a alabar en Tejas una resolución que dice lo contrario.
O que los desleales, que siempre quedan, no entiendan que cuando los proyectos emblemáticos se retrasan por una evidente incapacidad, impericia y arrogancia, o las estadísticas de la violencia de género se muestren más rampantes, pueda culparse de ello a quienes estaban en el Gobierno hace una década.
Ni comprendan, tampoco, que no se haga oídos a científicos que tienen, como ha calificado sin ningún reparo un portavoz parlamentario, opiniones sesgadas sólo porque son subjetivas y particulares. Pero sobre todo no coinciden con las verdades oficiales ni con unas simplezas que podrían hacer creer que la especie humana tiene el mismo desarrollo cerebral que la bacteria LUCA, que al parecer está en los ancestros de todos. Y que pueden hacer que se pase de estar afanados hoy en el desarrollo reglamentario y en la justificación de piruetas y mañana en glosar, desde la oposición, cómo a otros también les gustaría actuar como lo hiciese antaño el conde de Romanones.