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Columna
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Los costes de la guerra

José María Zufiaur repasa el precio a pagar en los campos humanitario, económico y político por una guerra en Irak. El autor afirma que el apoyo del Gobierno de Aznar a Bush ha complicado la creación de una UE de 25 miembros

Lo que más me impresiona del hilo argumental con el que los pacíficos defensores de la inminente guerra imperial que nos amenaza la justifican es el absoluto silencio sobre las terribles consecuencias, en primer lugar en vidas humanas, de la misma.

La guerra que viene no será, con toda probabilidad, una guerra: será una masacre. A tenor de lo que hemos visto en Kosovo o en Afganistán, lo que puede aventurarse no es el enfrentamiento de distintos ejércitos, sino la matanza, especialmente de civiles, a partir de 16.000 metros de altura, con bombas inteligentes. El premio Nobel de Física, Max Born, ha denunciado el vertiginoso incremento de víctimas civiles en las guerras modernas. En la Primera Guerra Mundial el 5% de los muertos eran civiles, el 50% en la Segunda Guerra Mundial, el 85% en la de Corea y Vietnam. En las más recientes, contra Irak y contra la ex Yugoslavia, ese porcentaje se elevaba al 98%. La pasada guerra contra Irak, según datos de Naciones Unidas, supuso 150.000 niños muertos como consecuencia de los bombardeos y 500.000 más como resultado del posterior embargo. Es imposible hablar, con esos datos, de guerra justa o de guerra humanitaria. Probablemente por ello, los millones de personas que se han manifestado en todo el mundo no lo han hecho sólo a favor de la paz, sino en contra de la guerra.

Más allá de todo el forcejeo diplomático, de las presiones y chantajes para lograr una resolución que acompañe a esta guerra, cada vez más gente tenemos meridianamente claro que no tiene justificación. Y que, en cambio, va a implicar enormes costes.

La crisis de Irak ha puesto sobre el tapete algo que ya estaba presente, pero que ahora ha tomado cuerpo, un futuro de dos velocidades para Europa

Si se puede hablar de otros costes cuando hay en juego vidas humanas -varios centenares de miles de personas masacradas, heridas, desplazadas y refugiadas, según diversas previsiones-, una nueva guerra contra Irak implicaría también consecuencias económicas desastrosas. Las estimaciones de algunos economistas estadounidenses sobre los costes directos de la guerra para EE UU (sujetas a incógnitas: duración del conflicto, posible extensión regional del mismo, etcétera), los cifran en una cantidad que oscila entre 50.000 y 200.000 millones de dólares (entre el 0,5% y el 2% del PIB estadounidense). Y otros 600.000 millones de dólares en gastos de ocupación, de reconstrucción y de ayuda humanitaria.

Luego están los daños económicos colaterales. El primero, su incidencia sobre el precio del petróleo: una intervención provocará (está provocando ya) un alza, cuya amplitud y duración son inciertas. Algunos expertos pronostican que el precio del barril puede alcanzar los 60, 80 o, incluso, 100 dólares. Una prolongada subida de los precios del petróleo sería muy negativa para la economía, especialmente para la europea, particularmente dependiente de las importaciones de crudo. Por otra parte, la incertidumbre ligada a la guerra empuja el dinero hacia valores refugio y hacia una ralentización de las inversiones.

Esta incertidumbre ha agravado ya sensiblemente la crisis. EE UU ha acumulado un déficit exterior enorme, que los inversores de otras zonas del mundo son cada vez más reticentes a financiar. Tal situación, que se agravaría en caso de guerra, impulsa una fuerte apreciación del euro desde principios de este año. El peligro de que el gigante norteamericano tenga la tentación de reducir su déficit y sufragar la crisis mediante la depreciación del dólar, en detrimento de la competitividad y del crecimiento de otros países, empezando por los europeos, no es despreciable. Lo que no ayudaría precisamente a que el resto del mundo saliera de la crisis. Todo sin considerar las consecuencias económicas que se derivarían de una reacción de Sadam Husein dirigida a convertir en inutilizables los pozos que Bush, Blair y Aznar dicen querer poner en manos del pueblo iraquí; o la repercusión del miedo a atentados terroristas.

Esta guerra, que responde por encima de cualquier otra proclamación moral o democrática a la pretensión estadounidense de hacerse con el control de un enclave estratégicamente fundamental para sus proyectos imperiales, está produciendo víctimas políticas: la ONU, el multilateralismo, el orden internacional establecido después de la segunda guerra mundial... Y, especialmente, el proyecto político de la UE. Parece difícil que tras la famosa Carta de los Ocho promovida por Aznar y Blair, seguida por la toma de posición pro norteamericana del grupo de Vilnius (países candidatos a incorporarse a la UE), que la política europea exterior y de seguridad (PESC) y la política europea de defensa (PESD) puedan crearse en una UE de 25 miembros.

La propia Convención, que estaba tratando sobre el futuro de la UE, ha quedado gravemente herida por la división europea, creada a raíz de esas posiciones. Esta crisis ha puesto sobre el tapete con toda crudeza algo que ya estaba presente, pero que ahora ha tomado cuerpo: un futuro de dos velocidades para Europa. Una Europa política, encabezada por Francia y Alemania, y una Europa espacio, un mercado único coronado por la misma moneda, propiciada por Blair y Aznar.

¿Cuáles de estas posibles consecuencias de una guerra contra Irak, sacarían a España del 'rincón de la historia' en el que, según el señor Aznar, está metida? ¿Cuáles de esos posibles efectos considera Aznar que colocarían a España entre los 'países que cuentan en el mundo'?

Si al final la razón para involucrarnos en esta perversa guerra es estar a la altura de los halcones del partido republicano norteamericano (¡esos sí que son buenos compañeros de viaje!), seguramente la mayoría de los españoles rechazamos que el señor Aznar lo haga en nuestro nombre.

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