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Columna
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Greenspan, el economista

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

La comparecencia del presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos en el Capitolio era esperada con gran expectación. Esta vez la atención no estaba centrada en su valoración de la situación y perspectivas de la economía americana, porque, a las puertas de la guerra, todo es incertidumbre, sino sobre su juicio sobre la política presupuestaria del presidente Bush.

Los demócratas habían criticado las rebajas fiscales de Bush por tres razones: en primer lugar, porque favorecen exclusivamente a los más pudientes; en segundo lugar, porque generarán un inmenso déficit durante los próximos ocho o diez años, lo que tendrá repercusiones en los tipos de interés a largo plazo y reducirá el crecimiento de la economía americana; y en tercer lugar, porque no tiene efectos estimulantes en el corto plazo.

Los demócratas sugieren otras medidas, como la extensión de las ayudas a los desempleados o las reducciones fiscales a las capas sociales con menos recursos.

Greenspan es un economista republicano, que se ha entendido perfectamente con Clinton, un presidente demócrata cuya política fiscal ha sido muy ortodoxa. Greenspan el político ayudó a Bush antes de las elecciones del año pasado respaldando sus primeras rebajas de impuestos. Pero una vez pasadas las elecciones, esta semana Greenspan se ha permitido el lujo de examinar la política fiscal de Bush como si fuera un simple economista. Aunque se esforzó en elogiar algunos aspectos de la política de Bush, no dejó de advertir de sus posibles peligros.

Así, por una parte, se declaró partidario de la supresión de la doble imposición de dividendos, pero a renglón seguido dijo que sólo debía aprobarse si, al mismo tiempo, se reducía el gasto o se aumentaban otros impuestos, a lo que no está dispuesta la Administración republicana.

Criticó las propuestas demócratas de utilizar estímulos fiscales transitorios, explicando que las rebajas fiscales sólo tienen efectos cuando son percibidas como permanentes. Pero inmediatamente añadió que no le parecía adecuado hacer rebajas permanentes de impuestos que pudieran generar un déficit prolongado.

Además, se puso claramente en contra de la Administración Bush cuando dijo que habría que esperar a que pasara el periodo de incertidumbre creado por la guerra para saber si estaba justificado ese impulso fiscal adicional.

La intervención en la Cámara de Representantes fue más suave que la del Senado, lo que llevó a algún demócrata, como el representante Barney Frank, a quejarse de su falta de claridad en las críticas a los republicanos, pero los más inteligentes, como el líder de la minoría demócrata en el Senado, Tom Daschle, se apresuraron a bautizar la intervención de Greenspan como el 'beso de la muerte' a los planes de Bush.

De hecho, al día siguiente tanto el propio Bush, el portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer, y el todavía presidente del Consejo de Asesores Económicos, Glenn Hubbard, declararon su desacuerdo con Greenspan en retrasar la aprobación de las rebajas fiscales.

Esta vez Greenspan volvió a ser el economista riguroso y relegó sus querencias políticas. Hizo todo lo posible por defender a sus correligionarios, pero no pudieron extraer de él una sola declaración afirmando que los déficit prolongados no influyen sobre los tipos de interés, ni pudieron evitar que criticara los argumentos ingenuos lafferianos -tan queridos por un ministro español- de que las rebajas fiscales aumentan la renta, con lo que al aumentar la base fiscal no generan déficit.

A la vista de esto, los representantes republicanos perdieron los nervios, y alguno, como Jim Banick, pidió incluso la dimisión de Greenspan, recriminándole por hablar de asuntos que no eran de su competencia. Es verdad que con todo este ruido, Greenspan el listo consiguió que no se hablara de lo que él es responsable, que es la política monetaria.

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