Israel, y ahora ¿qué?
Israel es un país de contradicciones permanentes. Las encuestas apuntaban una mayoría de la población a favor de continuar con el proceso de paz, bajo la fórmula 'paz por territorios', para desembocar, finalmente, en la creación de un Estado palestino. Esa mayoría, según los estudios sociológicos, no ponía objeciones al desmantelamiento de parte de los asentamientos de colonos en Cisjordania y estaba dispuesta a aceptar, como final del proceso, un control palestino sobre el sector árabe de Jerusalén. Se oponía, eso sí, al regreso indiscriminado de los refugiados palestinos a sus antiguos hogares previos a la partición de 1948 porque eso supondría la desnaturalización de la israelidad de Israel, tesis comprendida por la Autoridad Palestina.
Los resultados del martes hablan por sí solos. El partido que defendía esas tesis, el laborista, bajo el liderazgo del ex general y alcalde de Haifa, Amram Mitzna, ha cosechado la mayor derrota de su historia al pasar de 25 a 19 diputados en la Knesset (Parlamento). Ariel Sharon, el político que ha declarado fenecido el proceso de Oslo, se opone a la creación de un estado que vaya más allá de una federación municipal, ha promovido la creación de asentamientos y ha jurado mantener el carácter indivisible de Jerusalén como capital judía, ha llevado a su partido, el derechista Likud, al mayor triunfo desde su fundación y ha pasado de 19 a 37 escaños. Las razones hay que buscarlas en la psicosis de miedo colectivo que provocan entre los israelíes los indiscriminados ataques por parte de los terroristas de Hamás, la Yihad islámica y las milicias de Los Mártires de Al-Aqsa, respondidos con contundencia por el Ejército de Israel. Sin segunda Intifada y con un proceso de paz en curso es muy posible que Sharon hubiera perdido. Pero el terrorismo palestino ha conseguido desarbolar a los que defienden en Israel el entendimiento con los palestinos y ha provocado la reelección de Sharon. El miedo ha hecho que el electorado vuelva a depositar su confianza en un político como Sharon, que, además, como militar, ha ganado todas las guerras en las que ha participado.
Y, ahora, ¿qué? Pues a esperar. Sharon tiene 50 días para intentar formar un Gobierno de coalición de ancha base, tarea que, hoy por hoy, equivale a conseguir la cuadratura del círculo. Mitzna se niega a participar porque achaca su derrota a la participación laborista en el anterior Gobierno derechista. Y Tommy Lapid, flamante líder del emergente partido centrista y laico Shinui (cambio), que ha conseguido triplicar sus diputados, no formará parte de un Gabinete en el que estén los partidos religiosos y ultranacionalistas. Esta es, al menos, la teoría. Pero Sharon sabe que una nueva alianza con los ultraderechistas, que predican la ocupación permanente de Gaza y Cisjordania, le enemistaría con su valedor máximo, George Bush, comprometido con la creación de un Estado palestino. Si el viejo general suavizara sus posiciones con relación a los palestinos y volviera a ofrecer a los laboristas las carteras de Exteriores y Defensa, Mitzna podría ceder a la presión de la vieja guardia, representada por Ehud Barak, Simon Peres y Benjamin Ben Eliezer. Lo ideal para Israel sería un Gobierno tripartito Likud-laborismo-Shinui, que reuniría 71 diputados en la Knesset, una holgada mayoría que garantizaría la estabilidad por la que suspiran los israelíes, hartos de tantas elecciones. ¿Quién sabe? Después de todo, los milagros fueron posibles en Tierra Santa.