El alto precio de la inflación
El IPC cerró 2002 anclado en el 4%, tras avanzar tres décimas en diciembre. Esta inflación es el doble de la prevista por el Gobierno, que ve cómo, por cuarto año consecutivo, se le escapa de las manos la previsión de uno de los pilares de su política económica, precisamente el que había sustentado, junto al control del gasto público, la confianza interna y externa. Por cuarto año el Ejecutivo muestra incapacidad para controlar la inflación, precisamente cuando más necesario es, dado que esta variable sí está controlada en la UE, incluso hasta percibirse la amenaza de su peligroso reverso, la deflación.
Una inflación exagerada es el peor enemigo para la actividad económica y para todos sus agentes, pese a que parezca aliviar pasajeramente los males de la Hacienda pública o la Tesorería de la Seguridad Social. En primer lugar, tiene un elevado coste directo para el erario público en pensiones y para las empresas en salarios devengados no cobrados. Pero tiene un coste subterráneo mucho más alto, poco tangible pero de alto poder predatorio. Se trata del deterioro, lento aunque imparable, de la competitividad de los productos y los servicios generados en España, que tienen que ganarse un lugar en los mercados exteriores. Esto es más peligroso cuando en Alemania y Francia, nuestros dos primeros mercados, la inflación es prácticamente la cuarta parte y poco más de la mitad, respectivamente, que en España.
La subida de precios de productos y servicios por encima de los que generan los competidores supone una lenta pérdida de cuota de mercado que únicamente se puede compensar con destrucción de empleo o reducción de costes. La reciente historia económica de España demuestra la continua e injustificada huida hacia adelante de los precios, que únicamente se corregía de tarde en tarde con devaluaciones competitivas de la peseta. Pero tal recurso ya no es posible. Hoy, con la política monetaria en el BCE, las pérdidas de competitividad que se generen por los precios injustificados no compensados con avances de la calidad sólo se pueden corregir por la dolorosa vía del empleo.
El gran problema es que las armas que el Gobierno tiene en sus manos para dominar el avance de los precios son cada vez menos eficientes. La política monetaria del BCE, teóricamente el garante único del control de la inflación, no favorece a España, al menos si quiere salvar de la recesión a toda la Unión Europea. Al contrario, una política expansiva en el precio del dinero no hace sino alimentar la demanda y estimular más las tensiones de precios.
Salvando la media docena de tarifas que tiene en su mano el Ejecutivo, y que ya ha exprimido sobradamente, éste no tiene más salida que abrir los mercados falsamente liberalizados. Alguna determinación fructífera ha de tomar si no quiere quebrar definitivamente la confianza de los únicos agentes que mantienen su particular política antiinflacionista, los sindicatos, con la duradera y beneficiosa moderación salarial.