Oleada de dimisiones y de cambios legislativos
La camisa y la fe. Eso es lo que perdieron los inversores según se precipitaron los acontecimientos en Enron. Poco se pudo hacer para recuperar el dinero que se perdió en la Bolsa, arrastrada a la baja por una desconfianza en las empresas y en sus gestores y avalada por el estallido de otros escándalos tan mayúsculos como el de Enron. Las autoridades, con el presidente George Bush a la cabeza, se pusieron manos a la obra, no tanto para depurar responsabilidades por omisión como para evitar repetir la historia.
Los resultados son mixtos. No se ha avanzado en la reforma de las pensiones de manera que se evite que trabajadores como los de Enron pierdan todo, pero se han dado pasos en la mejora del gobierno de las empresas.
'Unos pocos han herido la reputación de muchas buenas y honestas compañías', dijo el presidente Bush al aprobar la ley Sarbanes-Oxley. En un país donde se da por buena la sentencia 'cuanto menos Estado mejor', la nueva legislación tipifica delitos de fraude, aumenta las penas de prisión por ellos y regula con más énfasis los deberes de los gestores con las autoridades, por ejemplo, a través de la muy discutida -por las empresas alemanas que cotizan en EE UU- certificación de cuentas por parte de los consejeros delegados y los financieros ante la SEC.
Las auditoras
La ley está siendo objeto de desarrollo reglamentario, que se extenderá hasta la primavera, pero recientemente se ha propuesto una serie de medidas que conciernen a los auditores y que responden punto por punto a los problemas que planteó la relación entre Andersen y Enron.
Se prohíbe que estas firmas hagan determinados trabajos de consultoría, se fuerza a que den cuenta pública de sus honorarios y que roten cada cinco años en una empresa. También se especifica que deben guardar documentos durante cinco años, algo que Andersen no hizo. Su entonces presidente, Joseph Berardino, dijo hace 15 días que le sorprende lo que califica de peligrosa complacencia de las auditoras. 'Creen que lo que nos pasó no les puede pasar a ellos. Si me hubiera preguntado a mí hace un año, hubiera dicho lo mismo que dicen ahora'.
La legislación incluye que se nombre un comité de auditoría dentro de la SEC, algo que ha acabado con la carrera del presidente de este organismo, Harvey Pitt.
El presidente de la SEC había resistido durante 15 meses al frente del regulador de los mercados las críticas a su relación más que buena con las empresas auditoras, pero la cuerda se tensó el día que hubo que nombrar al presidente del comité de auditoría. El contestado candidato, William Webster, confesó a Pitt que había estado en el comité de auditoría de una empresa acusada de fraude. Pitt calló. El asunto trascendió a finales de octubre, vísperas de las elecciones al Congreso, y no tuvo más remedio que presentar la dimisión ante el presidente, quien la aceptó.
Las prisas preelectorales se han calmado y con la mayoría absoluta en su poder, Bush no ha movido ficha para sustituir a Pitt. La transición en la SEC está perjudicando otra asignatura pendiente: la regulación de la banca de inversión y el papel de los analistas independientes. En este apartado, el fiscal de Nueva York, Eliot Spitzer (demócrata) ha ganado desde el terreno judicial un pulso político al investigar y acusar a las entidades financieras de Wall Street de forzar a los analistas a emitir informes sesgados para ganar negocios de inversión. Las pruebas conocidas son demoledoras y Merrill Lynch ya ha firmado un acuerdo extrajudicial y pagado una multa de 100 millones de dólares. La SEC y Spitzer tratan de cerrar un acuerdo similar con las demás firmas y regular su trabajo.
La regulación tampoco llega a las oficinas de las empresas de calificación de deuda, quienes rebajaron sus notas a Enron, conocidas como los editoriales más breves del mundo, tres días antes de la suspensión de pagos. Desde algunas agencias como Moody's se admite, no obstante, que 'se ha ganado en agresividad en el último año'. La SEC quiere que estas empresas hagan más transparente su método de trabajo.
Esta furia reguladora tiene detractores. Jeff Garten, decano de la escuela de negocios de Yale, asegura en su último libro, La política de la Fortuna: una nueva agenda para líderes de empresa, que tras Enron se está aumentando la posibilidad de intervención.