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Columna
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La identidad y la memoria

José María Zufiaur responde a Felipe González sobre el origen de los problemas entre el Gobierno socialista y UGT. El autor repasa los conflictos por la desregulación laboral que enfrentaron al sindicato y al Ejecutivo

Supongo que una de las tareas más complicadas de los historiadores es la de intentar depurar las distintas versiones que de un mismo hecho histórico dan sus diferentes protagonistas. Quisiera contribuir a esa imprescindible tarea realizando algunas precisiones a la versión que sobre una (pequeña) historia daba Felipe González el 27 de octubre, en el contexto de una entrevista que sobre el aniversario del triunfo socialista de hace 20 años concedía a la sección Domingo del diario El País. A la pregunta '¿Cuándo empiezan sus problemas con Nicolás Redondo?', el ex presidente respondía: 'Desde que empezamos a gobernar. Creo que Nicolás nunca aceptó, o comprendió, que el Gobierno era el Gobierno de todos los españoles. Hubo una discusión sobre la personalidad del ministro de Trabajo. Redondo creía que quien tenía que entrar era José María Zufiaur, y no otro dirigente de UGT, como Joaquín Almunia. Quería imponer su cuota de participación en el Gobierno. No entendía que la autonomía sindical significaba previamente la autonomía del Gobierno. Y yo no quería tener el problema de los laboristas británicos'. En esa respuesta conviven afirmaciones inexactas con otras que son simplemente controvertibles.

Entre las primeras, es incierto que Joaquín Almunia fuera dirigente de UGT, si al menos se entiende como tal a alguien que haya sido elegido en un congreso para una determinada responsabilidad. Almunia fue responsable de los servicios técnicos de UGT, pero no dirigente del sindicato. Es también falso que el que esto suscribe fuera propuesto por Redondo para ocupar la cartera de Trabajo. De entrada, porque estoy seguro de que, en aquel entonces, Nicolás habría preferido tragarse un sapo antes que proponer mi nombre como ministro.

Pero, sobre todo, Redondo no me propuso a mí ni a ningún otro porque hubo un acuerdo formal para que ningún miembro de la comisión ejecutiva de UGT ocupara el ministerio de Trabajo (no se planteó, por el contrario, ninguna objeción a que, teóricamente, se pudieran ocupar otras carteras en el primer gobierno socialista), con la finalidad de evitar una identificación tan gráfica entre Gobierno y sindicato. Es, en consecuencia, también incierta la aseveración de que Redondo quería imponer su cuota de participación en el Gobierno.

De las declaraciones de González se extrae la siguiente conclusión: la causa originaria que dio inicio al conflicto entre el Gobierno socialista y UGT fue la pretensión de ésta de imponer su cuota de poder en el Gobierno, de colocar a Zufiaur y no a Almunia en el ministerio de Trabajo y de querer anteponer los intereses sectoriales que representa el sindicato a los generales que representa todo Gobierno.

La construcción puede sonar creíble: su único problema es que no es cierta. La realidad -ratificable por varios de los que asistimos a una reunión entre las ejecutivas del PSOE y de la UGT, celebrada en la antigua sede federal socialista de la calle Santa Engracia- es que era González quien quería incorporar a su primer Gobierno, como ministro de Trabajo, a José Luis Corcuera, a la sazón miembro de la comisión ejecutiva confederal de UGT.

Para facilitar esa opción, en la campaña gráfica del PSOE en las elecciones de 1982, Corcuera había sido elegido por el partido para representar la imagen obrero-sindical del programa socialista. Ante la imposibilidad de que un miembro de la ejecutiva de UGT fuera ministro de Trabajo, González nominó a Almunia para esa responsabilidad. En conclusión, y al margen de la valoración que cada uno pueda tener sobre el conflicto que enfrentó a la UGT con los Gobiernos socialistas, hay algo incontestable: ese conflicto no comenzó porque Redondo y la ejecutiva de UGT quisieran imponer a alguien de la dirección del sindicato como titular de Trabajo.

Pasando de los hechos a las cuestiones analíticas o valorativas, es, en mi opinión, inexacto decir que la UGT quisiera imponer los intereses particulares del mundo del trabajo por encima de los intereses generales -fundamental concepto éste que cuando conviene, se contrapone al general interés de la gente, como sucedió el 14-D y el 20-J- que le corresponde defender al Gobierno.

En realidad, los primeros conflictos del sindicato con el Gobierno socialista surgieron o bien porque no se cumplía el programa electoral (aplicación de la ley de 40 horas), o bien porque no se cumplían los acuerdos firmados con el Gobierno (reconversión, Acuerdo Económico Social). Ninguna de las reivindicaciones del sindicato se situó nunca más allá de lo que establecía el programa del gobierno en 1982.

Más tarde, los conflictos se concentraron en los proyectos de desregulación laboral. Junto a otras muchas realizaciones muy positivas, como la universalización de la asistencia sanitaria o de la enseñanza, la paternidad de la precariedad actual del mercado de trabajo corresponde a los gobiernos socialistas. Contrariamente a quienes opinan que el problema ha estado en no haber podido aplicar más medidas desreguladoras -como el plan de empleo juvenil de 1988, que luego, por otro lado, se materializo en el famoso 'contrato basura' creado en 1994- por la oposición de unos 'sindicatos sin coraje' (el PP les ha acusado de 'antipatriotas'), opino que la precariedad es uno de los problemas estructurales más negativos de nuestra economía, de nuestro mercado de trabajo y de las dificultades para que nuestros jóvenes puedan construir un proyecto autónomo de vida.

Es también muy contestable la tesis de que el problema de autonomía lo tuviera el Gobierno socialista. Pienso, por el contrario, que la cuestión se planteaba de manera inversa: fue sobre todo el sindicato quien tuvo que defender su autonomía de los intentos del Gobierno por instrumentalizarlo. No creo, por tanto, que sea muy acertada la referencia que hace González a la experiencia laborista británica (supongo que durante el Gobierno de Harold Wilson). Pero es un tema que no cabe desarrollar en este espacio.

En todo caso, si, como se ha dicho, no hay identidad sin memoria, habría que evitar distorsionar la memoria a conveniencia para no caer en una reescritura de los hechos ni trastocar la identidad de sus protagonistas.

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