¿Colorado o amarillo?
La relación de instituciones con inversores exige un nuevo modelo. Santiago Satrústegui precisa que sólo lo conseguirán los que sean capaces de asimilar el valor que a día de hoy presenta su cartera
El verano pasó y los mismos problemas que dejamos al irnos nos esperan implacablemente reforzados y descansados. Parece como si el tiempo, que todo lo cura, hubiera perdido sus capacidades terapéuticas, condenándonos, por una vez, a tomar drásticas decisiones.
Hace poco escuché cómo un buen profesional, comprometido en sacar adelante su proyecto, contaba a su equipo la historia de las víctimas que se salvaron después de sufrir un accidente aéreo en medio de los Andes. En el libro Viven, que fue récord de ventas, los accidentados reconocían que lo mejor que les había pasado fue enterarse a través de una radio que les daban por perdidos y que nadie iba a ir a rescatarles. Fue precisamente al conocer que su destino dependía sólo de ellos mismos cuando pusieron todo su empeño en salvarse, y de hecho lo hicieron, consiguiendo lo que parecía imposible.
Esperar sin hacer nada, que en muchos casos puede ser una buena solución, solamente tiene sentido si es fruto de una decisión consciente en la que estemos dispuestos a perseverar. Hacerlo simplemente por no querer afrontar la situación puede suponer dejar pasar muy buenas oportunidades además de significar una huida hacia delante. Que es lo mismo que preferir cien amarillo contra una colorado.
En la práctica no es tan sencillo. El consumo de prensa deportiva baja drásticamente cuando los equipos locales pierden y sube cuando ganan, de la misma forma que los inversores que buscaban ávidamente sus valores liquidativos cuando todo subía prefieren en estos momentos de bajadas desconectarse lo más posible del mercado para evitar el mal rato que supone contemplar mermado el capital que tanto esfuerzo costó ahorrar.
Paralelamente, el comercial que recomendó esas inversiones se sienta en su mesa con esta misma sensación, multiplicada por el número de inversores con los que tiene pendiente el análisis de sus carteras y con una dificultad adicional. El discurso que hasta ahora había funcionado está completamente agotado y, aunque los argumentos de fondo sean los correctos, se ha abusado tanto de falsas certezas y de lugares comunes que no convencen a nadie.
Las teorías de los analistas que tratan de predecir la evolución de las cotizaciones han entrado en un bucle y, en contra de lo que era la explicación coloquial de la labor de un economista, ya ni siquiera pueden explicar a posteriori porqué no ha pasado lo que tenía que pasar.
La solución exige un cambio de modelo en la relación de las instituciones con los inversores que permita situar el diálogo de los unos con los otros en una dimensión distinta a la tradicional de asesor financiero igual a mensajero del oráculo. Pero este nivel de relación sólo lo conseguirán aquellos que sean capaces de asimilar el valor que a día de hoy presenta su cartera.
Habrá quien piense que es utópico esperar que los inversores estén dispuestos a definir con claridad sus objetivos, a ver más allá de las rentabilidades a corto plazo, o incluso a distinguir entre la comisión que pagan por sus productos financieros y la que están pagando por un asesoramiento financiero que no reciben. Otros pensamos que los mayores utópicos son los que creen que las cosas no van a cambiar.