Un yanqui en la corte del Rey Arturo
La economía americana sufre una crisis sin precedentes. No me refiero, desde luego, a que en contra de lo pronosticado ante el Congreso hace un par de semanas por el presidente de la Reserva Federal, señor Greenspan, parece difícil que consiga crecer un 3,5% este año; tampoco estoy pensando en las balbucientes afirmaciones del presidente Bush, asegurando que 'la economía se está recuperando (...) esto es un hecho'; y ni siquiera a la circunstancia, más inquietante, según la cual las continuas caídas de los mercados de valores comienzan a erosionar el consumo privado y se refuerzan las reticencias empresariales a mejorar sus planes de inversión.
No, estoy indicando algo más generalizado y difícil de controlar cuyos signos son, ante todo, la desconfianza entre los inversores respecto a la honestidad de los directivos de las grandes empresas que siempre constituyeron el mascarón de proa del capitalismo americano o que entidades como firmas de auditoria o ciertos bancos, a quienes se suponía capaces de actuar como honestos intermediarios entre inversores y ahorradores en los mercados de capitales, resultan sospechosas de complicidad en tales manejos.
Nadie puede predecir , por tanto, cuál va a ser el precio final pagado por el cinismo con que estas instituciones, supuestamente básicas en el capitalismo americano, han operado como auténticas termitas del mismo. Pero a ello se une la ausencia de una política económica eficaz, comenzando por la probada imposibilidad del presidente Bush para ofrecer unas orientaciones capaces de convencer a sus conciudadanos y a los mercados.
En efecto, sospechoso él mismo de haber incurrido en prácticas abusivas en sus años como empresario, vacilante al reaccionar ante los escándalos corporativos, empeñado en una política fiscal que probablemente no fomentará su retórica promesa de implantar una 'agenda para el crecimiento a largo plazo', enfrentado al resto del mundo por sus maniobras proteccionistas, acaba de recibir la educada advertencia del semanario The Economist, recordándole la razón por la cual su padre perdió las elecciones frente a Clinton: 'Es la economía, jefe', parece decirle, no el presidente del Consejo de Asesores sino su propio perro.
Y para colmo de las desgracias en esta ocasión ni el banco central ni su mago, el señor Greenspan, parece que puedan sacarse un conejo de la chistera y brindarle ayuda alguna. Aun cuando lo cierto es que caben dudas sobre si el señor Greenspan ha sido a lo largo de estos años una ayuda o un estorbo.
Brillante manipulador de los conceptos, divulgador de la archiconocida descripción de la burbuja bursátil americana como una manifestación de la 'exuberancia irracional' -al parecer los derechos de autor pertenecen al economista de Yale Robert Shiller-, nada o muy poco de efectivo hizo para contenerla en unas dimensiones manejables, rehusando una y otra vez, con razonamientos artificiosos, adoptar las medidas de política monetaria -básicamente, elevando los tipos de interés- adecuadas y aduciendo, con una retórica que sonaba a música celestial en Wall Street, que la economía americana había encontrado en la 'nueva productividad' de los nuevos sectores tecnológicos la panacea de un crecimiento eterno.
De nada valieron las advertencias de prestigiosos economistas, demostrando que ese pretendido crecimiento de la productividad era menor y más frágil que el de otras olas de innovaciones tecnológicas en el pasado, ni tampoco las maniobras para ayudar a un fondo, el Long Term Capital Management, con el pretexto de que su bancarrota podría precipitar una crisis financiera internacional pero con propósito real de ayudar a un grupo de buenos chicos de la universidad y las finanzas.
Ahora el señor Greenspan no ha desperdiciado la ocasión de lucir de nuevo su retórica para condenar las malas prácticas empresariales como 'codicia infecciosa', al tiempo que disfrazaba la ignorancia de sabiduría al no bajar los tipos de interés, explicando la debilidad del crecimiento de la demanda 'por la debilidad de los mercados financieros y (...) los problemas del gobierno de las empresas', y sugiriendo que en septiembre, si persisten 'las condiciones que pueden generar debilidad', hará de rey Canuto para alegría de las Bolsas durante un par de sesiones. ¡Pues bien, resulta que a propuesta del Tesoro británico a este mago se le va a nombrar caballero de la Orden del Imperio Británico... 'por su contribución a la estabilidad económica global'!
Ciertamente, hay personajes públicos, como el señor Greenspan, cuya fama sobrepasa en mucho sus hechos.