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Tribuna
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De la finca a la jura

Desde que la humanidad ha ido dejando constancia de sus avatares y expectativas se sabe que cada época gusta de liturgias diferentes y se define por sus gestos, maneras y símbolos. Aunque por debajo de cualquier ritual, por más que los actores se acicalen con los más variados oropeles, siempre pueda verse la escenificación de la gestión del poder. A la que suelen acompañar prédicas que intentan resaltar el compromiso de que en su ejercicio no se cometen tropelías. O que no se conculcan unas mínimas reglas de buen gobierno y veracidad. Lo cual suele verse desde antaño como narraciones tan piadosas como poco creíbles.

Con ello se ha conseguido, además, que cualquiera sepa que cuando hay que echar mano en exceso de las liturgias y ceremonias, o hay que hacer llamamientos a la ética y los buenos comportamientos, es porque los hechos dan pie a suspicacias y dudas sobre el proceder de los protagonistas. Ante lo cual de nada sirve intentar disiparlas apelando a juicios de Dios o juramentos de lo más variopintos. Y que pueden tener la misma fiabilidad ante la opinión de la mayoría tanto si se hacían en Santa Gadea como si ahora se remiten a la SEC como declaraciones juradas.

Con estos últimos envíos, y con los que todavía no se sabe si llegarán o en qué condiciones, se vuelve a maliciar, por más que el secretario del Tesoro norteamericano trate de dar ánimos a la concurrencia, que los asuntos económicos deben estar delicados para que se tenga que acudir a estos ensalmos. Conjuros, por lo demás, de cuya eficacia no es de extrañar que se dude, ya que algunos de los hechiceros encargados de administrarlos tienen más de un muerto en el armario y puede que les fuese complicado asumir los juramentos que exigen a otros si se les preguntase por su gestión actual o por sus trayectorias anteriores.

Y es que desde que se empezasen a desbaratar los imperios contables de los conglomerados de los tigres asiáticos, de lo que todavía no hace cinco años, se ha ido comprobando que las chapuzas financieras no eran exclusivas de aquellas economías emergentes. Y aunque con aquellas evidencias se tuvo la suerte de desbaratar más de una visión entusiasta de los partidarios del pensamiento único y se empezó a dudar de que se hubiesen acabado los ciclos como decían, nadie quiso ver que con aquel traspié el modelo empezaba a tambalearse. Ni tampoco se abrieron los ojos cuando unos meses más tarde se trató de limitar los desaguisados a que algunos teóricos habían hecho chiquilladas arriesgadas al querer jugar peligrosamente con hedge funds cuando el incipiente capitalismo ruso se desmoronaba estrepitosamente. Para confiar alegremente la creación de riqueza a las valoraciones inverosímiles de los nuevos universos puntocom que permitían confundir bonos basura con sólidos activos financieros.

Ha tenido, sin embargo, que esperarse a que se disipase la burbuja para que se atisbase que ni los mercados eran tan eficientes y respetables ni quienes cobraban fortunas desmesuradas por estar al frente de sus principales corporaciones eran directivos a la altura de la complejidad de los tiempos. Y sobre todo inasequibles a la tentación de asociar la supuesta creación de valor para sus accionistas con la adquisición de predios y chalupas que dejasen constancia de su poderío. Por eso ahora, cuando con las vacas flacas la palabrería de analistas y estrategas se va desinflando, se trata de buscar recetas que devuelvan la confianza. Entre las que destaca el que se apele al buen gobierno y a la honestidad de los administradores como si con este responso se pudiera devolver la fe del carbonero con que antes se adoraban los becerros de oro. Lo que facilitaba pagar a unos hechiceros que luego se ha demostrado que ni siguieran daban la talla para ser aprendices de brujo, con lo que el diluvio ha llegado antes de lo previsto.

Así es probable que de poco sirva que los accionistas de Worldcom consigan añadir a los restos del naufragio la encomiada finca de Ebbers. Ni tampoco dará resultado hacer jurar a los nuevos mandamases que ellos no se comprarán fincas. Como tampoco será efectivo el que se obligue a las empresas a tener códigos de buen gobierno como se tiene un número de identificación fiscal. Ya que entre aquellos primeros momentos en que el éxito corporativo se medía por el ficticio glamour de los líderes y éstos del trago comprometido de tener que pasar la liturgia de la jura, se han esfumado más cosas que la confianza en la buena fe de los líderes empresariales. Se ha esfumado, también, la esperanza de gobernabilidad del turbocapitalismo que describiese Luttwak. Y más con unos líderes que lo único que se les ocurre es hacer jurar a otros colegas de que se van a portar bien cuando la crisis va más allá de lo empresarial y financiero. Menos mal que siempre estará Greespan para percatarse de que con tales mimbres el sesgo no podía ser otra cosa que negativo.

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